jueves, 16 de julio de 2015

Un vapor llamado Betis




Aunque pueda parecer sorprendente el primer barco de vapor de España se construyó en Triana con tecnología sevillana, y navegó por el Guadalquivir. “Los primeros vapores por ser de río fueron barcos o barcos de vapor y mas tarde al hacerse grandes y navegar por la mar, la voz barco se hizo sinónima de buque, aunque solo fuera empleada en sentido familiar” . Así lo explica José Cervera Pery en su libro La Marina Mercante Española. Historia y Circunstancia

El REAL FERNANDO, cuyo apodo de BETIS fue más popular que su nombre, fue construido en el astillero de los Remedios (Triana) por encargo de la Real Compañía de Navegación del Guadalquivir, y efectuó su viaje de pruebas el 8 de Julio de 1.817, en una travesía de Sevilla a Cádiz.

En la Gaceta de Madrid, edición de 22 de Julio de 1.817, existe un relato de este viaje. En el Libro de Información para el Pasajero: Año de 1.923, de la Compañía Trasatlántica, existe un resumen del mismo articulo, dentro de un larguísimo y muy interesante articulo titulado “Bosquejo Histórico de la Marina Española”, escrito por F. Condeminas Mascaró.


En este artículo y en referencia al citado buque leemos: …”De dicho barco de vapor se conserva una descripción del Doctor M.M. del Mármol, catedrático en aquel entonces de la Universidad de Sevilla, que, por lo interesante, transcribiremos. No es este barco -dice- de la estructura de los demás. Es más chato, o dígase, si se quiere, de menos quilla. Fue oportuno fabricarlo así a causa de los bajos del río, por esto tienen semejante construcción las urcas holandesas, que se han de introducir con sus cargamentos por este rió y otros semejantes. Esto fue lo que obligo a hacer chatos los primeros que se fabricaron en el Clyde. Se noto allí que no prosperaron por esta causa tanto como se quisiera.

Mas en el REAL FERNANDO o BETIS (que así se llama el que describo) se ve que puede navegar tan ligero como otros de Inglaterra menos chatos que el, como dijimos en su lugar. Tal es el arte con que se ha formado. Ni aun para obedecer al timón y virar con prontitud siente incomodidad. Así se vio con admiración en los primeros movimientos que hizo a vista de Sevilla, contra la esperanza y calculo de algunos prácticos, a quienes oí y vi observar este espectáculo.

Sobre sus costados se levantan las paredes de las dos cámaras de proa y popa y parte del departamento en que esta la maquina, colocada entre ambas. Estas paredes se cierran de modo que en el techo, que descansa sobre ellas, haya la firmeza y capacidad necesarias para sufrir el peso de los equipajes y pasajeros. Mas quedan libres los dos que llamaremos alcázares de proa y popa. Casi en el medio se levanta un cañón de moderada altura, por donde tiene salida el humo de la hoguera y en el puede ponerse, caso que acomode, una vela, que, con el foque, que admite en el sitio correspondiente, ayuda en sus casos los esfuerzos de la maquina; y, efectivamente, en uno de los viajes vi puestas ambas a la salida de Sanlucar. Alrededor de la borda esta la galería, que avanza afuera, con su correspondiente barandaje y casi en el medio se interrumpe con las cajas de las paletas, que forman semicírculo sobre el agua. Contra estas dos cajas se ven como dos rinconeras, y son lo que en los barcos se llaman jardines, destinados para necesidades forzosas del pasajero.

A trechos hay escaleras para subir a la cubierta de las cámaras, y ventanas para sus luces y las del interior, en que se coloca la maquina.

Tiene el barco de popa a proa sobre veintiocho varas de largo. Su ancho medio es como de ocho varas y cuarta. Nueve palmos hay en su alto hasta la borda, cuatro de ellos bajo el agua y cinco sobre su nivel.

Bien se ve que estas galerías no son las mas a propósito para que navegue el barco por los mares, para que no se ha destinado. Si la obra muerta de un buque sufre con el oleaje, y aun es, a veces, llevada por el, mucho mas sufrirían estas galerías de que hablo. Por lo menos les incomodarían mucho las olas.

El alcázar de popa es de tres varas menos tercia, cumplidas de largo. El de proa solo de dos y tercia. La cámara de popa es de seis varas y dos tercias de largo y cuatro de ancho y su altura es de modo que el hombre de mayor estatura, puesto el sombrero, pueda andar por ella sin inclinarse. Tiene cuarenta asientos: los veintiséis contra las paredes, y en medio catorce, que son los taburetes, espalda con espalda. Todos tienen cojín en su espaldar y su plano y una taca bajo este, cuya llave se entrega a la entrada del pasajero. Sobre el asiento hay una percha dorada para colocar el sombrero, fraque etc. Negros son los cojines, y pintada de color perla toda la cámara. En su fachada se ve un gran espejo, y a su lado las dos puertas en dos camarotes, que puede cerrar o abrir según le acomode al pasajero.

Según la Cronica Cientifica y Literaria, en su edición de 20 de junio de 1817, en su página 4, la botadura fue de la siguiente manera: …”Sevilla 31 de Mayo. El barco de vapor se botó ayer á las seis de la tarde al agua con toda pompa y solemnidad, habiendo precedido por la mañana el bendecirlo y bautizarlo por el dignidad tesorero de esta Santa Iglesia Don Juan de Pradas, uno de los directores de la compañía. Se le puso por nombre REAL FERNANDO., alias, el BETIS: hará su primer viage á Cádiz probablemente el 20 del entrante con cuantas comodidades son imaginables, y hasta un fondero con particular contrata para comodidad de los pasageros: se establecerán precios de tarifa para que nadie ignore lo que ha de gastar.

Otra referencia al innovador medio de transporte la hacia el Diario Mercantil de Cádiz, Número 313, edición de 10 de julio de 1817, que citaba: …”Cádiz, 9.- El barco de vapor EL REAL FERNANDO, (a) EL BETIS, ha estado expuesto todo este día a la curiosidad de un numeroso concurso que de esta Plaza se ha trasladado a su bordo.

Habiendo salido de Sevilla en la madrugada del día 8, no ha podido menos de invertir diez y siete horas en su viaje, no tanto por la contramarea y detención que en Sanlucar ha sufrido, cuanto por habérsele cercenada mucha parte de su salida con la idea de hacer las experiencias y observaciones que son necesarias.

Fuente: Vidamaritima.com

viernes, 3 de julio de 2015

La Playa de María Trifulca


Foto ABC
La popular playa de “María Trifulca” fue por sí sola reflejo, un retrato fiel, de una época irrepetible, un esperpento, que entre los años 40-50, del siglo pasado, vivió su tiempo cumbre entre polémicas.

La playa de María Trifulca ocupaba unos doscientos metros en cada orilla, entre bancadas de arena, donde hoy descansan los pilares del puente del V Centenario. En la margen izquierda, de Norte a Sur, estaban las ventas de Concha y de Alonso, además del embarcadero que usaba éste último para sus barcas; cerca del citado pantalán se extendía una amplia explanada, mitad arena y mitad barro, que se utilizaba como playa; frente a esta zona y arriba de la orilla, junto a un denso bosque de eucaliptos, estaba la venta de “La Cigüeña”.

En la margen derecha, donde los bañistas disponían de una zona más amplia de playa, había dos embarcaderos, el de Mije y el de una empresa dedicada al desgüace de pequeños barcos. Ambos eran utilizados como trampolín por los jóvenes más osados. Cerca de la orilla, en lo alto del terraplén, había dos altísimos eucaliptos, que vistos desde lejos eran los símbolos de la playa de María Trifulca. Río abajo, muy cercano a la zona de playa, estaba el embarcadero de la fábrica de abonos. También en esta margen derecha hubo zonas boscosas de grandes eucaliptos.

Le dio nombre la tal María Trifulca, quizá dueña pendenciera de un chozo transmutado en ventorrillo. Allí, muchos sevillanos desde los años veinte hasta los cincuenta paliaron los efectos del tórrido verano de búcaro y abanico sin una brizna de aire. De los felices veinte, recorriendo los difíciles tiempos de la República y la Guerra Civil, pasó la playa que tuvo Sevilla a la posguerra, dejando su hinchada nómina de ahogados y sus visiones de bañadores púdicos y recolgones sobre la magra carne de los sevillanos del hambre, que, sin embargo, se zambullían en el cruce de las aguas del Guadaíra con la alegría y la esperanza de vivir, al menos el domingo, al minuto, con una tajada de sandía chorreante en la mano, entre deseos nuevos y lujurias viejas.

“María Trifulca” era un nombre polémico por doble motivo. Por los numerosos chiquillos y jóvenes que se ahogaban casi todos los domingo de verano, como un sacrificio humano estéril e inevitable ante el dios Guadalquivir, y por los escándalos morales que protagonizaban homosexuales y prostitutas en los ventorrillos de la zona.

Toda referencia a la playa estaba prohibida en el seno familiar. María Trifulca era el infierno de Sevilla, donde ningún joven decente podría poner los pies sin pecar gravemente, además de arriesgar su vida en las peligrosas aguas del río. Los curas párrocos advertían de que las mujeres decentes no podían ni ir de paseo a la playa del pecado. De manera que los muchachos pertenecientes a las clases media y obrera se cuidaban mucho de hablar de la playa de María Trifulca en sus hogares, pero sí lo hacían entre ellos en las plazuelas de los barrios, durante las noches veraniegas. Era entonces el tiempo de las confidencias, de presumir de valientes; de rascarse con la uña del dedo gordo en el antebrazo, para demostrar que había salitre, que era verdad que se habían bañado en el río...

Para los chiquillos, la playa de María Trifulca representaba el señuelo de lo prohibido, de lo inasequible por la lejanía y las severas advertencias familiares. Cuando ya cruzaban la edad juvenil y se arriesgaban a sumarse al grupo de los iniciados, la primera visita a la playa de María Trifulca representaba un hito en sus vidas, una experiencia inolvidable. Ya podían considerarse hombres... Estaban orgullosamente unidos a los muchachos mayores del barrio, por el secreto compartido.

Desgraciadamente, el río se cobraba vidas infantiles con frecuencia. Entonces, los amigos del ahogado volvían, llorosos y cabizbajos, trayéndose la ropa abandonada como único testimonio del drama dominical. Nada más aparecer el grupo juvenil por la bocacalle del barrio y ver la gente su tristeza, saltaba la noticia trágica por todos los patios de vecindad. Desde los balcones surgían gritos de madres desesperadas, que preguntaban por el nombre del ahogado... Los muchachos, anonadados por el dolor y la emoción, apenas si pronunciaban el nombre de la víctima. Cuando se paraban delante de la puerta de un corral, todos los chiquillos del barrio y las madres corrían hasta el lugar. Allí estaba la mala noticia.  Entonces comenzaba un nuevo drama.

Una noche de verano de finales de los años cuarenta, se ahogó Juanito, uno de los hijos del torero Manuel Jiménez “Chicuelo”. Era el más travieso, el más simpático, el que más amigos tenía en la Alameda. El maestro, ducho en burlar la muerte, hombre de los pies a la cabeza, lloraba silenciosamente su pena en la puerta del chalet. En su mano derecha tenía un envoltorio de ropa atado con un cinturón... Los amigos de Juanito que trajeron la mala noticia, miraban con tristeza al torero, sin atreverse a hablar. Era una noche agosteña de luna radiante, que lo iluminaba todo. De pronto, el silencio fue roto por unos gritos de dolor que cruzaron la Alameda como un estilete. Dora la Cordobesita acababa de conocer la muerte de su hijo Juanito.

Ni el Conde de Halcón ni Rojas-Marcos pudieron repetir la esencia de una playa artificial que hoy, en la distancia, podría parecer la sublimación de la miseria.

Documentación Sevilla en la posguerra de Nicolás Salas. Guadalturia ediciones