martes, 16 de diciembre de 2014

Nicolás Monardes, el médico sevillano que estudió la botánica del Nuevo Mundo



Por la Sevilla Puerta de Indias pasó toda la riqueza del Nuevo Mundo. A través de ella se estableció el flujo de lo que iba para América y de lo que regresaba a Europa. Entre los productos que fueron y volvieron los medicamentos ocupaban un lugar relevante, al igual que las enfermedades. Epidemias, enfermedades desconocidas hasta entonces y formas raras de otras más conocidas, atrajeron la atención de los médicos y los impulsaron a la búsqueda de respuestas y soluciones en ambas orillas del Atlántico.

En este contexto, en Sevilla se manifestaron tendencias contrarias que iban desde la euforia ante descubrimientos inusitados entre los que se contaban productos y sustancias medicinales de maravillosas e ilimitadas acciones, hasta la desconfianza absoluta ante todo lo nuevo y el atrincherarse en el saber de los antiguos que, al menos, estaba probado.

Es allí, en Sevilla, donde se desenvuelve, prácticamente durante toda su vida, nuestro personaje, el doctor Nicolás Monardes, cuya vida se extiende a lo largo de casi todo el siglo. Nació, muy probablemente en 1508, y murió ochenta años después. Médico graduado en la Universidad de Alcalá de Henares, cuna del Renacimiento médico hispano y, por ello, buen conocedor del saber clásico, se vio confrontado con la llegada de productos americanos a ese puerto y, poco a poco, su curiosidad, prototípica de esos tiempos, le llevó a preguntarse qué eran y para qué servían en realidad. Esta curiosidad es la que le llevó a estudiar con cuidado todos los medicamentos provenientes del Nuevo Mundo y a asomarse a lo que después va a conformar como una Historia Natural que abarcará el ámbito de aquello que el gran Cervantes nombrara el universo mundo. Tal es nuestro personaje, y los quehaceres y peripecias que hicieron de él el primer gran conocedor europeo de la materia médica americana, el material que llenó las páginas de su obra y da cuerpo al presente trabajo.

Nicolás Bautista Monardes y Alfaro (Sevilla, alrededor de 1.495 – Sevilla, 1.588), era hijo de un impresor genovés afincado en Sevilla y de madre sevillana.

Estudió en la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid), donde en 1.530 obtuvo los grados de bachiller en Artes y Filosofía, y de bachiller en Medicina en 1.533, formándose en el humanismo de Antonio Elio de Nebrija, aunque éste gran humanista no llegó a ser profesor suyo. En el año 1.547 se doctoró en medicina en la Universidad de Sevilla.

Ejerció la medicina con gran prestigio, alcanzando renombre entre sus contemporáneos, de los que recibió todo tipo de alabanzas. Prueba de su prestigio es el hecho de haber sido médico personal de personajes tan importantes como la duquesa de Béjar, el Arzobispo de Sevilla don Cristóbal de Rojas y Sandoval o el duque de Alcalá.

Además, fue reuniendo un importante herbario, y consiguiendo buenos ingresos económicos gracias a su participación en empresas mercantiles, entre ellas el comercio de materias medicinales y el tráfico de esclavos, lo que hizo que consiguiera amasar una fortuna.

Monardes publicó un gran número de libros de suma importancia. En “Diálogo llamado pharmacodilosis” (1.536), examinó en humanismo y sugirió el estudio profundo de autores clásicos. En 1.545 publicó una edición de la “Sevillana Medicina”, aunque su trabajo más significativo y conocido fue “Historia natural de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, que sirven en Medicina”, publicado en tres partes bajo diversos títulos (1.565, 1.569 y completado en 1.574). Esta obra fue traducida al latín y al inglés. En Londres fue impresa con el título “Noticias jubilosas procedentes del Nuevo Mundo encontrado”.

Monardes, cada vez que salía del puerto de Sevilla una flota para las Indias, se marchaba al muelle y allí hablaba con los médicos de los barcos, los frailes que iban como misioneros, los capitanes y mercaderes, y les rogaba que le enviasen desde las Indias semillas, bulbos o esquejes de plantas medicinales, acompañadas de un escrito indicando para qué enfermedad usaban los indios cada planta.

El médico sevillano no era un observador ocasional ni autodidacta, sino un científico sólidamente formado y con una amplia experiencia en el estudio de la naturaleza. Cultivó plantas americanas en el huerto de su casa y se aprovechó de los jardines que existían entonces en Sevilla. Consiguió aclimatar plantas medicinales como el ricino, el copal, la caña fístula, el látex, la cebadilla, el jengibre, el guayacán, y otras muchas que servían para distintos fines terapéuticos.

Describió por vez primera varias especies vegetales como el cardo santo, la cebadilla, la jalapa o el sasafrás, pero, sobre todo, ofreció las primeras descripciones detalladas y correctas de otras muchas.
Los bálsamos y el tabaco ya eran conocidos en su tiempo, pero Monardes, hombre de altura científica, les dedicó estudios farmacológicos detallados, poniendo de relieve las indicaciones de los primeros como balsámicos, antisépticos y cicatrizantes, y analizando los efectos del tabaco como narcótico conjuntamente con los del opio, estimulante y como calmante de los estados de ansiedad.

Más de pasada se ocupó de plantas alimenticias como los pimientos, la piña tropical, el girasol, el maíz y el boniato, deteniéndose solamente en la casava o mandioca, las granadillas y el cacahuete.
Nicolás Monardes aportó también a Europa un producto vegetal llamado “sangre de drago” que al principio tuvo uso medicinal y que más adelante sirvió a los grandes artistas del Renacimiento y el Barroco para la preparación del metal que va a atacarse con ácido en el grabado y el aguafuerte.

Viudo desde 1.577, Monardes profesaría como sacerdote en una iglesia sevillana. Su memoria quedó reconocida para la posteridad en el campo de la botánica gracias a Linneo, que bautizó con el nombre de “monarda” a un género de plantas labiadas, grupo al que pertenecen plantas tan conocidas como el tomillo, el romero, el espliego, la menta o el orégano.

En octubre del año 1.988 el Ayuntamiento sevillano acordó la colocación una cerámica con motivo del IV centenario de su muerte para conmemorar la ubicación en la calle Sierpes del Jardín Botánico Medicinal de Nicolás Monardes.


lunes, 1 de diciembre de 2014

El arzobispo Palafox enemigo de Los Seises


Don Jaime Palafox y Cardona (Ariza (Zaragoza), 1.642 – Sevilla, 1.701), hijo del conde de Ariza, había estudiado teología en la Universidad de Salamanca y Cánones en la de Zaragoza, siendo nombrado en esta misma ciudad rector de su Universidad, rechazando el ofrecimiento de convertirse en obispo de Plasencia (Cáceres). Más adelante, fue nombrado Arzobispo de Palermo el 8 de noviembre de 1.677, cargo que ocupó hasta el año 1.684.

Durante su estancia en Palermo conoció los escritos del místico Miguel de Molinos, publicados bajo el nombre de “Guía Espiritual”, y los consideró de gran interés pastoral, hasta el punto de colaborar activamente en su primera edición y escribir una alabanza de su autor que se incluyó en el libro a modo de prólogo.

Palafox  fue nombrado Arzobispo de Sevilla el día 13 de noviembre de 1.684 y tomó posesión del cargo el 15 de febrero de 1.685. Poco después la Inquisición condenó la doctrina de Miguel de Molinos, por lo que Palafox se encontró en una situación muy delicada.

A pesar de todo ello defendió públicamente la doctrina molinosista, lo que provocó que algunos de los colaboradores directos del Arzobispo fueran condenados a diferentes penas, como Antonio de Pazos, visitador de monjas del Arzobispado, que tuvo que retractarse, salir en auto de fe celebrado el 10 de mayo de 1.687 y sufrir la pena de destierro. También fue detenido por la Inquisición Juan de Bustos, canónigo de la Iglesia del Salvador, que murió en prisión.

Finalmente, tras la condena definitiva por la Inquisición a Miguel de Molinos, que pasó el resto de su vida en prisión, el mismo Arzobispo tuvo que retractarse, en el otoño de 1.687, en una carta pastoral en la que llamó a su antiguo y admirado amigo Miguel de Molinos “Hijo de maldad y de perdición, infernal monstruo y pérfido miserable”.

Al margen de estos incidentes, Jaime de Palafox era un hombre de fuerte carácter y la verdad es que era para echarse a temblar ante su presencia y desde sus primeros años como Arzobispo de Sevilla tuvo varias disputas con su propio Cabildo, algo natural en una persona dominada por un genio tan vivo que con frecuencia chocaba contra algunas costumbres que el prelado consideraba, si no licenciosas, sí contrarias a las buenas costumbres y al recato que deben presidir cualquier relación con la Iglesia.

Ocurrió con las danzas de los “seises” durante el Corpus, que Palafox se propuso suprimir, aun corriendo el riesgo de ser mal visto por el pueblo sevillano. Enemigo declarado de estas danzas que, con motivo de la festividad del Corpus, se celebraban en la Catedral, puso todo su empeño en impedir que los danzantes traspasaran las puertas del recinto sagrado, lo que en más de una ocasión produjo alteraciones del orden público, como así lo atestigua Justino Matute en sus “Noticias relativas a la ciudad de Sevilla”:

“Volviendo la procesión del Corpus, cuya festividad cayó este año (1.697) a 6 de junio, y estando las comunidades de San Francisco y Santo Domingo formadas en la Catedral para que pasase la Custodia, fueron entrando uno a uno los danzantes por entre los religiosos, y algunos tocaban las castañuelas y panderetas como en acción de bailar.

Los diputados de la procesión, que vieron esto, les previnieron muy seriamente que no bailasen; mas ellos daban pocas muestras de obedecer y fue necesario notificárselo, llevando al efecto dos escribanos públicos que dieron fe de ello. En esto entró la Custodia y al llegar a la puerta de los Naranjos, los danzantes soltaron sus pies y sus manos y fueron bailando delante de su Divina Majestad hasta que llegó al sitio donde posa, en el trascoro; allí todavía cada danzante de por sí siguió bailando, y fue preciso que el teniente mayor, con voces descompuestas, los mandó que saliesen, y luego puso preso a algunos…”.

El Arzobispo Palafox adoptaba una actitud hostil a las danzas y al baile de los seises  dentro de la Catedral, por creerlas irreverentes, por cuya desaparición abogó, llegando a poner en peligro la permanencia de los niños de coro que, por especial privilegio, bailaban cubiertos delante del Santísimo.

Las razones alegadas por el Cabildo para oponerse a los deseos del Arzobispo no podían ser más ponderadas y razonables, dado que no se trataba de una simple gorra o sombrero, como ocurría en el caso de los danzantes profanos, sino de un sombrero con plumas, que asemejaban guirnaldas y éstos eran de la misma tela y galones de los vestidos. Por otra parte, era costumbre que quienes hacían representaciones ante los reyes y monarcas actuaran de la misma manera, ya que se trataba del proceder ordinario.

Como consecuencia, el cabildo decidió, el día 15 de julio de 1.701, que se defendiese su tan antigua posesión, judicial y extrajudicialmente, lo que no significaba garantía alguna por cuanto el Arzobispo Palafox había hecho cuestión de gabinete el caso de los niños danzantes, decidido a terminar de un plumazo con tan arraigada tradición sevillana.

El caso llevaba trazas de terminar de la peor manera, es decir, con la extinción de los seises, de no ser porque el 2 de diciembre de 1.701 el Arzobispo entregaba su alma al Todopoderoso y con ello quedaba en suspenso el pleito.

Ocupada la silla arzobispal por don Manuel Arias y Porres, éste atendió las apelaciones del Cabildo, dictando que todas las diferencias promovidas por Palafox se habían de dar por extinguidas.

Para muchos fue una gran desgracia el fallecimiento del celoso y soberbio prelado don Jaime de Palafox, pero con ella los seises de Sevilla se libraron de una desaparición largamente anunciada.

Los niños cantores en las iglesias suponen una tradición muy antigua. Tras la reconquista de Sevilla, la Ciudad contaría con la presencia organizada de cuatro o seis mozos de coro para la liturgia solemne, costumbre que se iba extendiendo por España. La autorización para emplear a estos niños cantores viene dada a instancias del Cabildo sevillano por bula del Papa Eugenio IV en el año 1.439. Además, el 27 de junio de 1.454 el Papa Nicolás V concedió a la Catedral de Sevilla un maestro de canto para los niños.

En la segunda mitad del siglo XV se generaliza que sean seis niños. A principios del siglo XVI ya se conocen como seises en toda España y en Sevilla se llamarán así desde la segunda mitad del siglo XVI. Estos niños vivían con el Maestro de Capilla de la Catedral, recibiendo de él educación y manutención.

En el siglo XVII pasaron a vivir internos en colegios creados por los propios cabildos. En el caso de Sevilla fue el colegio de San Isidoro, más conocido como de San Miguel, donde ingresaron los seises el 1 de enero de 1.633 y que cerró sus puertas en el año 1.960. Desde el año 1.985 los seises pertenecen al Colegio Portaceli de la Compañía de Jesús.

No se sabe con precisión cuando empezaron a bailar los niños en la catedral de Sevilla, pero hay referencias de esto a principios del siglo XVI y lo hacían los niños de manera esporádica e imprecisa durante la procesión del Corpus. En el año 1.654 se decide dotar a la festividad de la Inmaculada de ese honor.

El traje que usan los seises es muy llamativo, con detalles dorados, mallas, pantalones abombados y chaquetillas. Como curiosidad, el traje incorpora detalles celestes en la festividad de la Inmaculada. Actualmente, la formación de los seises está compuesta por diez niños.

En sus comienzos, vestían de pastorcillos con una pelliza que mostraba la lana del cordero, calzones cortos y unos borceguíes o botas de piel de becerro. Originariamente los seises bailaban con el adufe o pandero, instrumento muy popular en Sevilla en épocas antiguas, pero con el tiempo este instrumento fue sustituido por unas castañuelas.

En todos los actos que participan realizan tres bailes. El primero en honor del Santísimo Sacramento o para la Virgen María. El segundo en honor del Arzobispo. Y el tercero para las autoridades y el pueblo.