miércoles, 20 de mayo de 2015

Pablo Olavide, Asistente de Sevilla





Pablo Olavide fue Asistente de la ciudad de Sevilla -cargo equivalente al de Corregidor en otras ciudades pero de mayor importancia- su autoridad era plena e indiscutida, aunque no siempre acatada con sumisión. Durante los dos primeros años de su Asistencia, remitió a Madrid informe tras informe, de los más variados asuntos: reforma universitaria y docente, libertad de comercio, navegación del río, reforma agraria, beneficiencia municipal, etc. Reglamenta, proyecta, ordena y no da tregua de descanso ni a su pluma ni a sus colaboradores. Se enfrenta con los orgullosos capitulares de la ciudad, que ven peligrar sus ancestrales privilegios; con los gremios, dueños del comercio y de la industria artesana, cuyos monopolios intenta destruir; con el contrabando y los fraudes a la Real Hacienda; con la escasez de alimentos; con los abusos en la administración de las rentas municipales; con la injusta distribución de la tierra; con la vida relajada de los numerosos conventos que poblaban la ciudad. A todo llega la mano firme y renovadora de Olavide, bien hallado en su cargo político, crecido por las circunstancias, haciendo gala de una conciencia recta que él mismo había ignorado algunos años antes.

Su gobierno municipal no se limitó al saneamiento de fraudes y torcidas costumbres. Su estrechísima colaboración con los "ilustrados" ministros de Carlos III, su temperamento activo y entusiasta y su privilegiada situación política en Andalucía fueron los factores que determinaron su condición de fiel ejecutor de los deseos reformistas del rey y de sus ministros. Proyectó un gran hospicio general, valiéndose de su anterior experiencia en la corte; gestionó la creación de la Sociedad Patriótica; reglamentó los baños en el río, las representaciones teatrales y el nefando baile de máscaras en Carnaval, la limpieza de la ciudad y las manifestaciones callejeras de la devoción popular. Su condición de americano, exento de los prejuicios de orden social o religioso que predeterminaban la actuación de todo español por el mero hecho de serlo, le permitió acometer con alegría y desenfado estas empresas, temerarias para un español peninsular, que sintiese sobre sus hombros todo el peso de una tradición amparada desde muy antiguo por el casi sagrado marchamo de "intocable".

No terminan aquí sus trabajos en Sevilla, la ciudad natal de su abuelo materno. Para eterna gratitud de la capital hispalense, ordenó la destrucción y posterior trazado urbanístico de la malsana e inmoral barriada de "La Laguna", que convirtió -con la ayuda del arquitecto Molviedro- de mancebía en magnífica zona residencial, a espaldas del Arenal, cuya calle principal llevó su nombre durante muchos años.

Dividió la ciudad en cinco cuarteles, para mejora de la administración y orden público; numeró los barrios y manzanas; adecentó la orilla izquierda del río, dotándola de malecones y excelentes paseos, al mejor de los cuales denominó de "Las Delicias" (3), quizá en recuerdo de la finca de Voltaire, donde vivió algunos días. Finalmente, encargó en 1771 el primer plano de la ciudad, que fue premiado por la Real Academia de San Fernando. En él quedaba de manifiesto la nueva división de la ciudad, manifestada en sus calles con rótulos en azulejos, muchos de los cuales aún pueden verse por Sevilla.

Plano levantado y delineado por Francisco Manuel Coelho, por disposición de D. Pablo de Olavide, asistente de Sevilla. Grabado en talla dulce (aguafuerte y buril) por José Amat, "premiado por la Real Academia de San Fernando"

Orientado con lis en rosa de 8 vientos, con el N al O del plano. Relieve por sombreado. Amplias zonas de cultivo. Arbolado y parcelas de cultivo en los alrededores. Este plano de Sevilla fue impreso por Tomás López (1788), con adiciones en el barrio de Triana y en la explicación con un índice alfabético de calles y la división en cuadrículas (Sign. C-Atlas E, I a, 31). Impreso en cuatro hojas de papel verjurado pegadas.

En los márgenes izquierdo y derecho, fuera de la huella de la plancha, incluye en texto impreso una "Explicación de este mapa", con una nómina de 211 lugares (puertas, calles, plazas y edificios notables), localizados en el plano por clave numérica. Alzado de los edificios religiosos y civiles muy detallado. Tres flechas sobre el Guadalquivir indicando su curso

En el orden cultural, se debe a Olavide el Plan general de enseñanza; el fomento de la bella literatura; la protección de la biblioteca pública y la ardiente defensa del teatro. Por lo que respecta a este último, ha de saberse que, al llegar a Sevilla, sólo estaban permitidos para la recreación popular, los inocentes juegos circenses de volatines, sombras chinescas y pantomimas, aparte de alguna representación aislada de ópera para las clases elevadas.

El teatro, propiamente tal, era desconocido en Sevilla desde hacía más de un siglo, por motivos de rigidez moral. En este punto el municipio sevillano -aconsejado por famosos predicadores- siempre fue intransigente. Tuvo que luchar el Asistente contra la antiquísima prohibición. No sólo autorizó las representaciones, sino que acondicionó un local provisional en la calle San Eloy mientras se terminaba la construcción de uno de nueva planta en la plaza del Duque. En los años de su Asistencia se pusieron en escena más de 600 títulos, algunos de obras francesas traducidas por él mismo. A más llegó su ambicioso proyecto. Estableció la primera escuela dramática del país, hecho insólito que produjo gran escándalo en las gentes timoratas, pero que surtió de actores a los teatros de los Reales Sitios durante varios años.

En mayo de 1769, Olavide abandonó temporalmente su residencia del Alcázar sevillano para trasladarse a las Nuevas Poblaciones, donde permanecería durante cuatro años. Sacrificando su afición al lujo y al bienestar, trasladó su vivienda al pequeño palacio de La Peñuela (más tarde llamada La Carolina).

El Gobierno, teniendo en cuenta la duplicidad de funciones de Olavide y con miras a la definitiva organización del Cabildo Municipal, estableció por R.O. de 1 de mayo de 1771 "cómo debían sucesivamente mandar en esta ciudad -Sevilla- los tenientes de Asistente". Estos eran don Juan Gutiérrez de Piñeres y don Antonio Fernández de Calderón, que habían sido nombrados en 1768. Sobre ellos, y en especial sobre Gutiérrez de Piñeres, premiado más tarde con la Alcaldía Mayor de Cádiz, recayó la puesta en práctica de muchas decisiones renovadoras. Dieron muestras de extremado celo y fidelidad a la persona del Asistente y a la causa "ilustrada" a la que servían.

Volvió Olavide a Sevilla en 1773, pero marchó a los pocos meses a Sierra Morena, donde urgían su presencia los graves problemas que planteaba la colonización. A fines de 1775 es llamado a Madrid para responder de las acusaciones presentadas contra él por el Santo Oficio. El proceso, la condena y la prisión le alejarán para siempre de la Sevilla que organizó, la del río Guadalquivir cuyas riberas embelleció, la de las inolvidables tardes del Alcázar, en la que, con sus "ilustrados" amigos, proyectó los revolucionarios perfiles de la Sevilla futura, soñando con la ilusión de una patria mejor.

sábado, 2 de mayo de 2015

Orígenes de la Universidad de Sevilla y la vida de los primeros estudiantes




El embrión de la actual Universidad de Sevilla fue el Colegio de Santa María de Jesús, fundado por el Arcediano Maese Rodrigo Fernández de Santaella (Carmona, 1.444 – Sevilla, 1.509), quien en el mes de junio de 1.503 compró un solar en la zona de la Puerta de Jerez, que anteriormente había sido sinagoga judía, en el que construyó, totalmente a su costa, el edificio y la capilla de un colegio para estudiantes pobres.

En el año 1.505, una bula del Papa Julio II otorgó al Colegio la facultad de inferir grados en Teología, Filosofía, Derecho, Medicina y Artes. En 1.551 el Concejo de la Ciudad traspasa a la fundación de Maese Rodrigo la Real Provisión que concedía un Estudio General, por lo que pasó a ser oficialmente Universidad, gozando de todos los privilegios de las demás universidades del Reino.

Esta primitiva Universidad permaneció en su sede hasta el año 1.836 en que trasladó sus instalaciones a la calle Laraña, concretamente a la antigua Casa Profesa de los Jesuitas, donde residió algo más de cien años, para pasar posteriormente a la Real Fábrica de Tabacos y, más tarde, esparcirse por distintas zonas de la Ciudad.

Este Colegio de Santa María de Jesús fue utilizado como Seminario hasta que, en 1.920, con motivo de la remodelación de la Ciudad para el evento de la Exposición Iberoamericana de 1.929, se derribó el edificio con la finalidad de ensanchar la conexión de la Puerta Jerez.

Tan solo se salvó de la piqueta la capilla, gracias a la labor desplegada por el prestigioso historiador don José Gestoso, que logró la declaración de Monumento Nacional de la misma. También la puerta del edificio de la antigua universidad consiguió salvarse, instalándose en el compás del convento de Santa Clara.

Según las antiguas normas universitarias, los estudiantes debían estar en clase escuchando al profesor con toda atención; si le volviera la espalda, sufriría dos días de presidio, y si el catedrático lo tolerase, o no lo castigase, pagaría 60 reales de su sueldo.

Era tan solemne el desempeño de la cátedra, que estaba terminantemente prohibido al profesor recibir en ella a nadie, ni aun leer cédula alguna que le entregasen, bajo pena de diez días de sueldo. El estudiante o mozo que le llevase el papel debía sufrir diez días de cárcel.

Estas disposiciones se cumplían, como todas las relativas a las cátedras, bajo la inspección del rector, que las visitaba frecuentemente, duplicando los castigos cada vez que reincidieran, hasta la cuarta, en que el profesor perdía la cátedra.

Los estudiantes vivían en las llamadas casas de bachilleres de pupilos, sometidos a una serie de disposiciones. El pupilero tenía la obligación de dar parte a los padres del estudiante de haberlo recibido en sus casas, diciéndole el precio que pagaban por el pupilaje, y en el caso de no recibir contestación de la familia, en el plazo de cuatro meses, debía despedir al estudiante.

Estaba obligado el pupilero a cerrar la puerta de la casa con llave a las siete de la noche desde el 1 de Octubre hasta el 1 de marzo, y a las diez a partir de este día hasta el 30 de septiembre.  La ronda de la Universidad vigilaba después de estas horas las calles y prendía a los estudiantes que no se habían recogido, imponiéndole graves penas. Además, el bachiller de pupilos estaba obligado a dar parte a la Universidad del estudiante que se quedara tres veces fuera de la casa, y si no lo hiciera, pagaría por primera vez doce reales de multa, y por la segunda otros doce reales, prohibiéndosele ejercer este oficio.

En cuanto al régimen interior, los estatutos de la Universidad mandaban que los escolares estudiasen las horas necesarias, tuviesen ejercicios literarios y practicasen la lección del día, después de la cena, bajo la multa de 10 reales si así no lo hacían.

Estaban terminantemente prohibidos los juegos de naipes y dados dentro de la casa, bajo pena de inhabilitación para el pupilero y multa del doble de lo que se hubiese jugado.

Pero aún eran más rigurosas las disposiciones que se referían a la moralidad y a las cuestiones de dinero. No podía entrar en las casas de los estudiantes ninguna mujer sospechosa. El bachiller pupilero castigaría en este caso al pupilo por la primera vez, y la segunda daría parte a la Universidad, bajo pena de inhabilitación.

Además, debía vigilar a sus huéspedes fuera de la casa, y si no consiguiese la enmienda con sus correcciones y no diese parte, pagaría un ducado de multa.

Estas disposiciones tan rigurosas y tan incomprensibles hoy en día, no hablaban muy bien en favor de la moralidad de los estudiantes.

El pupilero tenía obligación de dar a cada estudiante media libra (unos 230 gramos) de carne a la comida y otra media a la cena, más el primer plato, postre, ración de vino y una vela, que le habría de durar al menos tres horas. Estaba terminantemente prohibido dar dinero en lugar de alguna comida, salvo en caso de enfermedad y por prescripción facultativa.

Estaba además prohibido al bachiller de pupilos que consintiera que los estudiantes vendieran alguna pertenencia, ni tomaran alguna cosa al fiado, ni le era permitido prestarles dinero, solamente en caso de enfermedad o para comprar calzado, papel o tinta. Además, si no le pagasen el pupilaje al corriente, no podría esperar más de ocho meses, y si esperasen más, perderían el dinero.

Todas estas prescripciones se leían a los estudiantes cuatro veces al año: el día de San Lucas (18 de octubre), la víspera de la Navidad, el primer día de Cuaresma y el día de Santiago.