sábado, 2 de mayo de 2015

Orígenes de la Universidad de Sevilla y la vida de los primeros estudiantes




El embrión de la actual Universidad de Sevilla fue el Colegio de Santa María de Jesús, fundado por el Arcediano Maese Rodrigo Fernández de Santaella (Carmona, 1.444 – Sevilla, 1.509), quien en el mes de junio de 1.503 compró un solar en la zona de la Puerta de Jerez, que anteriormente había sido sinagoga judía, en el que construyó, totalmente a su costa, el edificio y la capilla de un colegio para estudiantes pobres.

En el año 1.505, una bula del Papa Julio II otorgó al Colegio la facultad de inferir grados en Teología, Filosofía, Derecho, Medicina y Artes. En 1.551 el Concejo de la Ciudad traspasa a la fundación de Maese Rodrigo la Real Provisión que concedía un Estudio General, por lo que pasó a ser oficialmente Universidad, gozando de todos los privilegios de las demás universidades del Reino.

Esta primitiva Universidad permaneció en su sede hasta el año 1.836 en que trasladó sus instalaciones a la calle Laraña, concretamente a la antigua Casa Profesa de los Jesuitas, donde residió algo más de cien años, para pasar posteriormente a la Real Fábrica de Tabacos y, más tarde, esparcirse por distintas zonas de la Ciudad.

Este Colegio de Santa María de Jesús fue utilizado como Seminario hasta que, en 1.920, con motivo de la remodelación de la Ciudad para el evento de la Exposición Iberoamericana de 1.929, se derribó el edificio con la finalidad de ensanchar la conexión de la Puerta Jerez.

Tan solo se salvó de la piqueta la capilla, gracias a la labor desplegada por el prestigioso historiador don José Gestoso, que logró la declaración de Monumento Nacional de la misma. También la puerta del edificio de la antigua universidad consiguió salvarse, instalándose en el compás del convento de Santa Clara.

Según las antiguas normas universitarias, los estudiantes debían estar en clase escuchando al profesor con toda atención; si le volviera la espalda, sufriría dos días de presidio, y si el catedrático lo tolerase, o no lo castigase, pagaría 60 reales de su sueldo.

Era tan solemne el desempeño de la cátedra, que estaba terminantemente prohibido al profesor recibir en ella a nadie, ni aun leer cédula alguna que le entregasen, bajo pena de diez días de sueldo. El estudiante o mozo que le llevase el papel debía sufrir diez días de cárcel.

Estas disposiciones se cumplían, como todas las relativas a las cátedras, bajo la inspección del rector, que las visitaba frecuentemente, duplicando los castigos cada vez que reincidieran, hasta la cuarta, en que el profesor perdía la cátedra.

Los estudiantes vivían en las llamadas casas de bachilleres de pupilos, sometidos a una serie de disposiciones. El pupilero tenía la obligación de dar parte a los padres del estudiante de haberlo recibido en sus casas, diciéndole el precio que pagaban por el pupilaje, y en el caso de no recibir contestación de la familia, en el plazo de cuatro meses, debía despedir al estudiante.

Estaba obligado el pupilero a cerrar la puerta de la casa con llave a las siete de la noche desde el 1 de Octubre hasta el 1 de marzo, y a las diez a partir de este día hasta el 30 de septiembre.  La ronda de la Universidad vigilaba después de estas horas las calles y prendía a los estudiantes que no se habían recogido, imponiéndole graves penas. Además, el bachiller de pupilos estaba obligado a dar parte a la Universidad del estudiante que se quedara tres veces fuera de la casa, y si no lo hiciera, pagaría por primera vez doce reales de multa, y por la segunda otros doce reales, prohibiéndosele ejercer este oficio.

En cuanto al régimen interior, los estatutos de la Universidad mandaban que los escolares estudiasen las horas necesarias, tuviesen ejercicios literarios y practicasen la lección del día, después de la cena, bajo la multa de 10 reales si así no lo hacían.

Estaban terminantemente prohibidos los juegos de naipes y dados dentro de la casa, bajo pena de inhabilitación para el pupilero y multa del doble de lo que se hubiese jugado.

Pero aún eran más rigurosas las disposiciones que se referían a la moralidad y a las cuestiones de dinero. No podía entrar en las casas de los estudiantes ninguna mujer sospechosa. El bachiller pupilero castigaría en este caso al pupilo por la primera vez, y la segunda daría parte a la Universidad, bajo pena de inhabilitación.

Además, debía vigilar a sus huéspedes fuera de la casa, y si no consiguiese la enmienda con sus correcciones y no diese parte, pagaría un ducado de multa.

Estas disposiciones tan rigurosas y tan incomprensibles hoy en día, no hablaban muy bien en favor de la moralidad de los estudiantes.

El pupilero tenía obligación de dar a cada estudiante media libra (unos 230 gramos) de carne a la comida y otra media a la cena, más el primer plato, postre, ración de vino y una vela, que le habría de durar al menos tres horas. Estaba terminantemente prohibido dar dinero en lugar de alguna comida, salvo en caso de enfermedad y por prescripción facultativa.

Estaba además prohibido al bachiller de pupilos que consintiera que los estudiantes vendieran alguna pertenencia, ni tomaran alguna cosa al fiado, ni le era permitido prestarles dinero, solamente en caso de enfermedad o para comprar calzado, papel o tinta. Además, si no le pagasen el pupilaje al corriente, no podría esperar más de ocho meses, y si esperasen más, perderían el dinero.

Todas estas prescripciones se leían a los estudiantes cuatro veces al año: el día de San Lucas (18 de octubre), la víspera de la Navidad, el primer día de Cuaresma y el día de Santiago.

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