El embrión de la actual Universidad de
Sevilla fue el Colegio de Santa María de Jesús, fundado por el Arcediano Maese
Rodrigo Fernández de Santaella (Carmona, 1.444 – Sevilla, 1.509), quien en el
mes de junio de 1.503 compró un solar en la zona de la Puerta de Jerez, que
anteriormente había sido sinagoga judía, en el que construyó, totalmente a su
costa, el edificio y la capilla de un colegio para estudiantes pobres.
En el año 1.505, una bula del Papa Julio
II otorgó al Colegio la facultad de inferir grados en Teología, Filosofía,
Derecho, Medicina y Artes. En 1.551 el Concejo de la Ciudad traspasa a la
fundación de Maese Rodrigo la Real Provisión que concedía un Estudio General,
por lo que pasó a ser oficialmente Universidad, gozando de todos los
privilegios de las demás universidades del Reino.
Esta primitiva Universidad permaneció en
su sede hasta el año 1.836 en que trasladó sus instalaciones a la calle Laraña,
concretamente a la antigua Casa Profesa de los Jesuitas, donde residió algo más
de cien años, para pasar posteriormente a la Real Fábrica de Tabacos y, más
tarde, esparcirse por distintas zonas de la Ciudad.
Este Colegio de Santa María de Jesús fue
utilizado como Seminario hasta que, en 1.920, con motivo de la remodelación de
la Ciudad para el evento de la Exposición Iberoamericana de 1.929, se derribó
el edificio con la finalidad de ensanchar la conexión de la Puerta Jerez.
Tan solo se salvó de la piqueta la
capilla, gracias a la labor desplegada por el prestigioso historiador don José
Gestoso, que logró la declaración de Monumento Nacional de la misma. También la
puerta del edificio de la antigua universidad consiguió salvarse, instalándose
en el compás del convento de Santa Clara.
Según las antiguas normas universitarias,
los estudiantes debían estar en clase escuchando al profesor con toda atención;
si le volviera la espalda, sufriría dos días de presidio, y si el catedrático
lo tolerase, o no lo castigase, pagaría 60 reales de su sueldo.
Era tan solemne el desempeño de la
cátedra, que estaba terminantemente prohibido al profesor recibir en ella a
nadie, ni aun leer cédula alguna que le entregasen, bajo pena de diez días de
sueldo. El estudiante o mozo que le llevase el papel debía sufrir diez días de
cárcel.
Estas disposiciones se cumplían, como
todas las relativas a las cátedras, bajo la inspección del rector, que las
visitaba frecuentemente, duplicando los castigos cada vez que reincidieran,
hasta la cuarta, en que el profesor perdía la cátedra.
Los estudiantes vivían en las llamadas
casas de bachilleres de pupilos, sometidos a una serie de disposiciones. El
pupilero tenía la obligación de dar parte a los padres del estudiante de haberlo
recibido en sus casas, diciéndole el precio que pagaban por el pupilaje, y en
el caso de no recibir contestación de la familia, en el plazo de cuatro meses,
debía despedir al estudiante.
Estaba obligado el pupilero a cerrar la
puerta de la casa con llave a las siete de la noche desde el 1 de Octubre hasta
el 1 de marzo, y a las diez a partir de este día hasta el 30 de
septiembre. La ronda de la Universidad
vigilaba después de estas horas las calles y prendía a los estudiantes que no
se habían recogido, imponiéndole graves penas. Además, el bachiller de pupilos
estaba obligado a dar parte a la Universidad del estudiante que se quedara tres
veces fuera de la casa, y si no lo hiciera, pagaría por primera vez doce reales
de multa, y por la segunda otros doce reales, prohibiéndosele ejercer este
oficio.
En cuanto al régimen interior, los
estatutos de la Universidad mandaban que los escolares estudiasen las horas
necesarias, tuviesen ejercicios literarios y practicasen la lección del día,
después de la cena, bajo la multa de 10 reales si así no lo hacían.
Estaban terminantemente prohibidos los
juegos de naipes y dados dentro de la casa, bajo pena de inhabilitación para el
pupilero y multa del doble de lo que se hubiese jugado.
Pero aún eran más rigurosas las
disposiciones que se referían a la moralidad y a las cuestiones de dinero. No
podía entrar en las casas de los estudiantes ninguna mujer sospechosa. El
bachiller pupilero castigaría en este caso al pupilo por la primera vez, y la
segunda daría parte a la Universidad, bajo pena de inhabilitación.
Además, debía vigilar a sus huéspedes
fuera de la casa, y si no consiguiese la enmienda con sus correcciones y no
diese parte, pagaría un ducado de multa.
Estas disposiciones tan rigurosas y tan incomprensibles
hoy en día, no hablaban muy bien en favor de la moralidad de los estudiantes.
El pupilero tenía obligación de dar a
cada estudiante media libra (unos 230 gramos) de carne a la comida y otra media
a la cena, más el primer plato, postre, ración de vino y una vela, que le
habría de durar al menos tres horas. Estaba terminantemente prohibido dar
dinero en lugar de alguna comida, salvo en caso de enfermedad y por
prescripción facultativa.
Estaba además prohibido al bachiller de
pupilos que consintiera que los estudiantes vendieran alguna pertenencia, ni
tomaran alguna cosa al fiado, ni le era permitido prestarles dinero, solamente
en caso de enfermedad o para comprar calzado, papel o tinta. Además, si no le
pagasen el pupilaje al corriente, no podría esperar más de ocho meses, y si
esperasen más, perderían el dinero.
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