martes, 16 de diciembre de 2014

Nicolás Monardes, el médico sevillano que estudió la botánica del Nuevo Mundo



Por la Sevilla Puerta de Indias pasó toda la riqueza del Nuevo Mundo. A través de ella se estableció el flujo de lo que iba para América y de lo que regresaba a Europa. Entre los productos que fueron y volvieron los medicamentos ocupaban un lugar relevante, al igual que las enfermedades. Epidemias, enfermedades desconocidas hasta entonces y formas raras de otras más conocidas, atrajeron la atención de los médicos y los impulsaron a la búsqueda de respuestas y soluciones en ambas orillas del Atlántico.

En este contexto, en Sevilla se manifestaron tendencias contrarias que iban desde la euforia ante descubrimientos inusitados entre los que se contaban productos y sustancias medicinales de maravillosas e ilimitadas acciones, hasta la desconfianza absoluta ante todo lo nuevo y el atrincherarse en el saber de los antiguos que, al menos, estaba probado.

Es allí, en Sevilla, donde se desenvuelve, prácticamente durante toda su vida, nuestro personaje, el doctor Nicolás Monardes, cuya vida se extiende a lo largo de casi todo el siglo. Nació, muy probablemente en 1508, y murió ochenta años después. Médico graduado en la Universidad de Alcalá de Henares, cuna del Renacimiento médico hispano y, por ello, buen conocedor del saber clásico, se vio confrontado con la llegada de productos americanos a ese puerto y, poco a poco, su curiosidad, prototípica de esos tiempos, le llevó a preguntarse qué eran y para qué servían en realidad. Esta curiosidad es la que le llevó a estudiar con cuidado todos los medicamentos provenientes del Nuevo Mundo y a asomarse a lo que después va a conformar como una Historia Natural que abarcará el ámbito de aquello que el gran Cervantes nombrara el universo mundo. Tal es nuestro personaje, y los quehaceres y peripecias que hicieron de él el primer gran conocedor europeo de la materia médica americana, el material que llenó las páginas de su obra y da cuerpo al presente trabajo.

Nicolás Bautista Monardes y Alfaro (Sevilla, alrededor de 1.495 – Sevilla, 1.588), era hijo de un impresor genovés afincado en Sevilla y de madre sevillana.

Estudió en la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid), donde en 1.530 obtuvo los grados de bachiller en Artes y Filosofía, y de bachiller en Medicina en 1.533, formándose en el humanismo de Antonio Elio de Nebrija, aunque éste gran humanista no llegó a ser profesor suyo. En el año 1.547 se doctoró en medicina en la Universidad de Sevilla.

Ejerció la medicina con gran prestigio, alcanzando renombre entre sus contemporáneos, de los que recibió todo tipo de alabanzas. Prueba de su prestigio es el hecho de haber sido médico personal de personajes tan importantes como la duquesa de Béjar, el Arzobispo de Sevilla don Cristóbal de Rojas y Sandoval o el duque de Alcalá.

Además, fue reuniendo un importante herbario, y consiguiendo buenos ingresos económicos gracias a su participación en empresas mercantiles, entre ellas el comercio de materias medicinales y el tráfico de esclavos, lo que hizo que consiguiera amasar una fortuna.

Monardes publicó un gran número de libros de suma importancia. En “Diálogo llamado pharmacodilosis” (1.536), examinó en humanismo y sugirió el estudio profundo de autores clásicos. En 1.545 publicó una edición de la “Sevillana Medicina”, aunque su trabajo más significativo y conocido fue “Historia natural de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, que sirven en Medicina”, publicado en tres partes bajo diversos títulos (1.565, 1.569 y completado en 1.574). Esta obra fue traducida al latín y al inglés. En Londres fue impresa con el título “Noticias jubilosas procedentes del Nuevo Mundo encontrado”.

Monardes, cada vez que salía del puerto de Sevilla una flota para las Indias, se marchaba al muelle y allí hablaba con los médicos de los barcos, los frailes que iban como misioneros, los capitanes y mercaderes, y les rogaba que le enviasen desde las Indias semillas, bulbos o esquejes de plantas medicinales, acompañadas de un escrito indicando para qué enfermedad usaban los indios cada planta.

El médico sevillano no era un observador ocasional ni autodidacta, sino un científico sólidamente formado y con una amplia experiencia en el estudio de la naturaleza. Cultivó plantas americanas en el huerto de su casa y se aprovechó de los jardines que existían entonces en Sevilla. Consiguió aclimatar plantas medicinales como el ricino, el copal, la caña fístula, el látex, la cebadilla, el jengibre, el guayacán, y otras muchas que servían para distintos fines terapéuticos.

Describió por vez primera varias especies vegetales como el cardo santo, la cebadilla, la jalapa o el sasafrás, pero, sobre todo, ofreció las primeras descripciones detalladas y correctas de otras muchas.
Los bálsamos y el tabaco ya eran conocidos en su tiempo, pero Monardes, hombre de altura científica, les dedicó estudios farmacológicos detallados, poniendo de relieve las indicaciones de los primeros como balsámicos, antisépticos y cicatrizantes, y analizando los efectos del tabaco como narcótico conjuntamente con los del opio, estimulante y como calmante de los estados de ansiedad.

Más de pasada se ocupó de plantas alimenticias como los pimientos, la piña tropical, el girasol, el maíz y el boniato, deteniéndose solamente en la casava o mandioca, las granadillas y el cacahuete.
Nicolás Monardes aportó también a Europa un producto vegetal llamado “sangre de drago” que al principio tuvo uso medicinal y que más adelante sirvió a los grandes artistas del Renacimiento y el Barroco para la preparación del metal que va a atacarse con ácido en el grabado y el aguafuerte.

Viudo desde 1.577, Monardes profesaría como sacerdote en una iglesia sevillana. Su memoria quedó reconocida para la posteridad en el campo de la botánica gracias a Linneo, que bautizó con el nombre de “monarda” a un género de plantas labiadas, grupo al que pertenecen plantas tan conocidas como el tomillo, el romero, el espliego, la menta o el orégano.

En octubre del año 1.988 el Ayuntamiento sevillano acordó la colocación una cerámica con motivo del IV centenario de su muerte para conmemorar la ubicación en la calle Sierpes del Jardín Botánico Medicinal de Nicolás Monardes.


lunes, 1 de diciembre de 2014

El arzobispo Palafox enemigo de Los Seises


Don Jaime Palafox y Cardona (Ariza (Zaragoza), 1.642 – Sevilla, 1.701), hijo del conde de Ariza, había estudiado teología en la Universidad de Salamanca y Cánones en la de Zaragoza, siendo nombrado en esta misma ciudad rector de su Universidad, rechazando el ofrecimiento de convertirse en obispo de Plasencia (Cáceres). Más adelante, fue nombrado Arzobispo de Palermo el 8 de noviembre de 1.677, cargo que ocupó hasta el año 1.684.

Durante su estancia en Palermo conoció los escritos del místico Miguel de Molinos, publicados bajo el nombre de “Guía Espiritual”, y los consideró de gran interés pastoral, hasta el punto de colaborar activamente en su primera edición y escribir una alabanza de su autor que se incluyó en el libro a modo de prólogo.

Palafox  fue nombrado Arzobispo de Sevilla el día 13 de noviembre de 1.684 y tomó posesión del cargo el 15 de febrero de 1.685. Poco después la Inquisición condenó la doctrina de Miguel de Molinos, por lo que Palafox se encontró en una situación muy delicada.

A pesar de todo ello defendió públicamente la doctrina molinosista, lo que provocó que algunos de los colaboradores directos del Arzobispo fueran condenados a diferentes penas, como Antonio de Pazos, visitador de monjas del Arzobispado, que tuvo que retractarse, salir en auto de fe celebrado el 10 de mayo de 1.687 y sufrir la pena de destierro. También fue detenido por la Inquisición Juan de Bustos, canónigo de la Iglesia del Salvador, que murió en prisión.

Finalmente, tras la condena definitiva por la Inquisición a Miguel de Molinos, que pasó el resto de su vida en prisión, el mismo Arzobispo tuvo que retractarse, en el otoño de 1.687, en una carta pastoral en la que llamó a su antiguo y admirado amigo Miguel de Molinos “Hijo de maldad y de perdición, infernal monstruo y pérfido miserable”.

Al margen de estos incidentes, Jaime de Palafox era un hombre de fuerte carácter y la verdad es que era para echarse a temblar ante su presencia y desde sus primeros años como Arzobispo de Sevilla tuvo varias disputas con su propio Cabildo, algo natural en una persona dominada por un genio tan vivo que con frecuencia chocaba contra algunas costumbres que el prelado consideraba, si no licenciosas, sí contrarias a las buenas costumbres y al recato que deben presidir cualquier relación con la Iglesia.

Ocurrió con las danzas de los “seises” durante el Corpus, que Palafox se propuso suprimir, aun corriendo el riesgo de ser mal visto por el pueblo sevillano. Enemigo declarado de estas danzas que, con motivo de la festividad del Corpus, se celebraban en la Catedral, puso todo su empeño en impedir que los danzantes traspasaran las puertas del recinto sagrado, lo que en más de una ocasión produjo alteraciones del orden público, como así lo atestigua Justino Matute en sus “Noticias relativas a la ciudad de Sevilla”:

“Volviendo la procesión del Corpus, cuya festividad cayó este año (1.697) a 6 de junio, y estando las comunidades de San Francisco y Santo Domingo formadas en la Catedral para que pasase la Custodia, fueron entrando uno a uno los danzantes por entre los religiosos, y algunos tocaban las castañuelas y panderetas como en acción de bailar.

Los diputados de la procesión, que vieron esto, les previnieron muy seriamente que no bailasen; mas ellos daban pocas muestras de obedecer y fue necesario notificárselo, llevando al efecto dos escribanos públicos que dieron fe de ello. En esto entró la Custodia y al llegar a la puerta de los Naranjos, los danzantes soltaron sus pies y sus manos y fueron bailando delante de su Divina Majestad hasta que llegó al sitio donde posa, en el trascoro; allí todavía cada danzante de por sí siguió bailando, y fue preciso que el teniente mayor, con voces descompuestas, los mandó que saliesen, y luego puso preso a algunos…”.

El Arzobispo Palafox adoptaba una actitud hostil a las danzas y al baile de los seises  dentro de la Catedral, por creerlas irreverentes, por cuya desaparición abogó, llegando a poner en peligro la permanencia de los niños de coro que, por especial privilegio, bailaban cubiertos delante del Santísimo.

Las razones alegadas por el Cabildo para oponerse a los deseos del Arzobispo no podían ser más ponderadas y razonables, dado que no se trataba de una simple gorra o sombrero, como ocurría en el caso de los danzantes profanos, sino de un sombrero con plumas, que asemejaban guirnaldas y éstos eran de la misma tela y galones de los vestidos. Por otra parte, era costumbre que quienes hacían representaciones ante los reyes y monarcas actuaran de la misma manera, ya que se trataba del proceder ordinario.

Como consecuencia, el cabildo decidió, el día 15 de julio de 1.701, que se defendiese su tan antigua posesión, judicial y extrajudicialmente, lo que no significaba garantía alguna por cuanto el Arzobispo Palafox había hecho cuestión de gabinete el caso de los niños danzantes, decidido a terminar de un plumazo con tan arraigada tradición sevillana.

El caso llevaba trazas de terminar de la peor manera, es decir, con la extinción de los seises, de no ser porque el 2 de diciembre de 1.701 el Arzobispo entregaba su alma al Todopoderoso y con ello quedaba en suspenso el pleito.

Ocupada la silla arzobispal por don Manuel Arias y Porres, éste atendió las apelaciones del Cabildo, dictando que todas las diferencias promovidas por Palafox se habían de dar por extinguidas.

Para muchos fue una gran desgracia el fallecimiento del celoso y soberbio prelado don Jaime de Palafox, pero con ella los seises de Sevilla se libraron de una desaparición largamente anunciada.

Los niños cantores en las iglesias suponen una tradición muy antigua. Tras la reconquista de Sevilla, la Ciudad contaría con la presencia organizada de cuatro o seis mozos de coro para la liturgia solemne, costumbre que se iba extendiendo por España. La autorización para emplear a estos niños cantores viene dada a instancias del Cabildo sevillano por bula del Papa Eugenio IV en el año 1.439. Además, el 27 de junio de 1.454 el Papa Nicolás V concedió a la Catedral de Sevilla un maestro de canto para los niños.

En la segunda mitad del siglo XV se generaliza que sean seis niños. A principios del siglo XVI ya se conocen como seises en toda España y en Sevilla se llamarán así desde la segunda mitad del siglo XVI. Estos niños vivían con el Maestro de Capilla de la Catedral, recibiendo de él educación y manutención.

En el siglo XVII pasaron a vivir internos en colegios creados por los propios cabildos. En el caso de Sevilla fue el colegio de San Isidoro, más conocido como de San Miguel, donde ingresaron los seises el 1 de enero de 1.633 y que cerró sus puertas en el año 1.960. Desde el año 1.985 los seises pertenecen al Colegio Portaceli de la Compañía de Jesús.

No se sabe con precisión cuando empezaron a bailar los niños en la catedral de Sevilla, pero hay referencias de esto a principios del siglo XVI y lo hacían los niños de manera esporádica e imprecisa durante la procesión del Corpus. En el año 1.654 se decide dotar a la festividad de la Inmaculada de ese honor.

El traje que usan los seises es muy llamativo, con detalles dorados, mallas, pantalones abombados y chaquetillas. Como curiosidad, el traje incorpora detalles celestes en la festividad de la Inmaculada. Actualmente, la formación de los seises está compuesta por diez niños.

En sus comienzos, vestían de pastorcillos con una pelliza que mostraba la lana del cordero, calzones cortos y unos borceguíes o botas de piel de becerro. Originariamente los seises bailaban con el adufe o pandero, instrumento muy popular en Sevilla en épocas antiguas, pero con el tiempo este instrumento fue sustituido por unas castañuelas.

En todos los actos que participan realizan tres bailes. El primero en honor del Santísimo Sacramento o para la Virgen María. El segundo en honor del Arzobispo. Y el tercero para las autoridades y el pueblo.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Miguel Hernández en el Alcázar de Sevilla



Una de las historias más curiosas relacionadas con Romero Murube, es sin duda la de la presencia en el Alcázar sevillano de Miguel Hernández y su posible encuentro con el General Franco.

Joaquín Arbide en su libro La leyenda de Joaquín Romero Murube nos aclara bastante el asunto y recoge numerosas opiniones al respecto pero la conclusión final se la tenemos que dejar a los lectores.

Parece confirmado que Miguel Hernández estuvo escondido en el Alcázar por Romero Murube donde llegó en busca de ayuda con una carta de José María de Cossío para Joaquín. Incluso Julio Miguel de la Rosa cree recordar el sitio exacto donde estuvo cobijado “ una especie de desván lleno de muebles antiguos, donde Joaquín le preparó un habitáculo.

Parece ser que Miguel Hernández pidió protección a Romero Murube en su huida con destino a Portugal donde se le tenía preparado paradero y residencia en Lisboa. “Estuvo aquí unos cuantos días. Llegó angustiado me contó lo que pasaba, que se estaban cepilado a todo el mundo y que a él, desde luego, como lo cogiesen, lo mataban, así que pidió que lo escondiera como pudiese”. Esto lo contó Romero Murube a Manolo Barrios y a Manuel Alonso Vicedo en su pequeño despacho de Alcázar.

Hernández deseoso de realizar esta huida, desapareció una noche. Luego se supo que no tuvo dificultades en conseguir pasar la frontera, y cuando ya parecía que todo iba por buen camino, se pierde en el campo, hasta que divisa en la lejanía un pueblo al que derecho se dirigió confiado y lleno de necesidad. En la primera venta pidió auxilio, pero pudo comprobar que se encontraba otra vez en España, siendo el pueblo donde estaba Rosal de la Frontera -en la provincia de Huelva-. Allí lo denunciaron y se dieron trazas para entregarlo a la policía española -corría 1939-, comenzando de nuevo el calvario de cárcel en cárcel hasta llegar a la definitiva», que fue la de Alicante, donde falleció en 1942, a los 32 años de edad.

Hasta aquí todos lo descrito se ajusta bastante a la realidad y está corroborado por numerosos testimonios. La otra parte de la historia es esta que sigue relatando Romero Murube a sus interlocutores:

“Una tarde nos encontrábamos en un determinado jardín del Alcázar charlando y paseando y Franco estaba en Sevilla. Al poco le dije a Miguel que si sabía quién era aquel señor pequeñito que se acercaba hacia ellos. Miguel no o sabía y le dije que era Franco. Entonces e preguntó que debía hacer y le dije que nada, que se portara normalmente. Se acercaron. Saludé –Buenas tardes, mi General– yo hice… lo que tenía que hacer: presentarlos. Se estrecharon la mano. Y Franco continuó con su paseo…”

Fue posible este encuentro. Jacobo Cortines es tajante. “Sí, la anécdota es auténtica. Había un notario de Villalba del Alcor, creo, que ha muerto, que contó muchas cosas sobre esta historia”. Sin embargo Julio Miguel de la Rosa opina: “Que Franco en aquella primavera visitó Sevilla para la Semana Santa, sí. Que le gustara pasear con el conservador del Alcázar, también. Ahora que estuviera Miguel y que se arriesgase a salir a tomar el sol, me parece un valor que yo no se lo discuto a Miguel, pero me parece inoportuno. Que amén de esa inoportunidad se encontrara con Franco , esto ya roza en lo inverosímil… Joaquín inventaba sobre la marcha cosas magníficas”.

Hasta aquí casi todo lo que sobre el tema se conoce. La verdad… queda a criterio de ustedes.

viernes, 31 de octubre de 2014

El cementerio de San Fernando.



El Cementerio de San Fernando se inauguró en el año 1852 como respuesta a las necesidades de concentrar los enterramientos en un solo lugar y no sólo en las iglesias y cementerios provisionales, ya copados en el siglo XVIII a causa del crecimiento demográfico y las periódicas epidemias que azotaban a la población.

Los primeros cementerios provisionales que hubo en Sevilla fueron el del Prado de San Sebastián; el Cementerio de los Pobres; el Cementerio de los Canónigos o Eclesiástico y, finalmente el Cementerio de San José, en Triana.

Muy pronto, el Cementerio del Prado de San Sebastián quedó en desuso por su ubicación y ello hizo que en el año 1831 el Ayuntamiento de Sevilla determinara construir un cementerio nuevo de urbanización más moderna. La zona en la que se edificó era entonces un lugar de paseo y esparcimiento de los sevillanos. El Cementerio de San Fernando fue construido a lo largo del año 1852 y abrió sus puertas al primer entierro el día 1 de enero de 1853.

Está formado por vías principales donde se encuentran las tumbas, mausoleos o monumentos funerarios de toreros, cantaores y cantaoras, así como otras de interés que son exponente del barroquismo y la espectacularidad que pueblan las costumbres de Sevilla, como la Semana Santa. Además, cuenta con numerosas calles periféricas.

El 1 de enero de 1853 como decimos. Abren las puertas del que será el lugar de descanso eterno de miles de sevillanos. Los primeros cadáveres en entrar pertenecen a un matrimonio. Ambos murieron de «calentura». Éste sólo es el principio de las innumerables páginas que han quedado escritas con el paso de los años.
Manuel Abril y Antonia Ruiz, marido y mujer, fueron las primeras personas que recibieron sepultura en el cementerio de San Fernando. Lo hicieron el uno de enero de 1853, fecha en la que quedaba abierto el camposanto. Según consta en el primer certificado de sepultura del registro del cementerio de Sevilla, ambos fallecieron en el mismo día a causa de «calenturas», a la edad, «aquel de cuarenta y tres años y ésta de cuarenta». Los dos cadáveres procedían de la parroquia de Santa María La Blanca, y se hallan sepultados en una fosa común.

A ellos le seguirían muchos más. En aquellas fechas, eran muchas las personas que morían por causas naturales y a corta edad, ya que no disponían de los adelantos médicos.

En el cementerio de San Fernando se pueden encontrar sin embargo lápidas lápidas que datan incluso de principios del siglo XIX, esto se debe a que muchos cadáveres fueron trasladados de otros cementerios, como el de la parroquia de San Sebastián, en la zona de El Porvenir, donde yacen los cuerpos de distinguidas personalidades. La mayoría de estos traslados se hicieron para que los restos estuvieran sepultados junto a familiares que empezaron a ocupar las nuevas instalaciones.
Por tanto repetimos el registro del cementerio sólo constan aquellos cadáveres que ingresaron a partir de 1853. Antes de esta fecha, las defunciones quedaban registradas en el archivo general del Ayuntamiento de Sevilla.

El matrimonio de Manuel y Antonia fue sepultado sin saber que entrarían a formar parte de la historia del cementerio de San Fernando de Sevilla. Historia en la que también podemos encontrar otros aspectos interesante.

UN DÍA DE TORMENTA
Con las letras casi ilegibles se recoge también un día de tormenta entre el liso escritorio de las lápidas. Hubo algunos desplazamientos, las cadenas se movieron sin cesar, algunas de ellas provocaron que sepulturas se rompieran. Restos de esta tormenta aún pueden observarse si damos un paseo por la zona más antigua del cementerio, donde el musgo y el óxido se combinan para crear un ambiente que recuerda al más puro aire de la Sevilla romántica.

Entre las obras de arte más destacadas del Campo Santo se encuentran el Panteón de Joselito "el Gallo", el Cristo Crucificado de las Mieles, el Panteón de Antonio "El Bailarín", el del torero "Paquirri"... Todo el recinto está ajardinado mediante alineaciones de cipreses, el árbol fúnebre por excelencia. Asimismo se pueden ver palmeras, que simbolizan el triunfo de la vida y la eternidad; cedros, tuyas, laureles, romeros...

CRISTO DE LAS MIELES

Obra del ilustre escultor Antonio Susillo Fernández, fue fundido en bronce en 1880 para presidir la glorieta principal del Cementerio de San Fernando de Sevilla. De características barrocas, está considerado de las mejores imágenes cristíferas por su perfección. Bajo el Cristo, el monte de rocas a modo de Gólgota que hace las veces de tumba del escultor.

El nombre del Cristo proviene del suceso que presenciaron numerosos visitantes al cementerio, que vieron como del pecho y boca del Cristo, manaba miel. Lejos de ser un milagro, es obra de las abejas, cuyas colmenas pueblan distintas zonas del camposanto sevillano, como también ocurre en una de las ánforas del pórtico de entrada al mismo.

Pueden realizar una vivita virtual al Cementerio de San Fernando en el siguiente enlace:

martes, 14 de octubre de 2014

Los enigmas de la Venus del espejo



Carne de enigma y morbo artístico a través del tiempo, La Venus del espejo, el único desnudo de la pintura española del siglo XVI. Toda la historia que rodea a esta gran obra, es del todo singular: una Venus completamente desnuda como esta era algo totalmente insólito para una época en la que la Inquisición tenía desterradas las imágenes carnales.

Las primeras dudas de lo que podría llamarse el misterio de la Venus se plantean en torno a su fecha de ejecución. La primera referencia documental sobre ella data de 1651, fecha en la que aparece mencionada en un inventario de las posesiones del poderoso Gaspar Méndez de Haro, marqués del Carpio y Eliche, y sucesor del conde-duque de Olivares.

Sin embargo, hace apenas diez años, un historiador español, Ángel Aterido, descubrió que la pintura había pertenecido con anterioridad al marchante y artista Domingo Guerra Coronel, y que había sido a la muerte de este cuando pasó a manos del marqués del Carpio.

Como ya se ha señalado, la pintura aparece inventariada en el año 1651 entre los bienes de Gaspar de Haro y Guzmán y pasó luego a su hija, Catalina de Haro y Guzmán, la octava marquesa del Carpio, y su esposo, Francisco Álvarez de Toledo, el X duque de Alba.13 Estuvo desde 1688 a 1802 en poder de la Casa de Alba. En 1802, Carlos IV de España ordenó a la familia que vendiera la pintura (junto con otras obras) a Manuel Godoy, su favorito y primer ministro. Éste la colgó en su residencia entonces, el Palacio del Marqués de Grimaldi (vecino a la calle Bailén) junto con dos obras maestras de Francisco Goya: La maja desnuda y La maja vestida, que posiblemente fueron encargadas por el propio Godoy. La Venus hubo de colgar en el llamado Palacio de Godoy durante unos pocos años, hasta que el primer ministro se mudó al Palacio de Buenavista, en la Plaza de Cibeles.

Pero la gran incógnita es saber quién es esa bellísima mujer que posa de espaldas y cuyo rostro se percibe borroso en el espejo que sostiene Cupido. Existe la teoría que apunta a una de las muchas amantes del marqués de Eliche, hombre con fama de libertino y promiscuo. La versión más difundida es que la mujer es inventada y que Velázquez se inspira en la escultura clásica conocida como el Hermafrodita borghese, cuyo original se encuentra en el Louvre y del que existe una copia en el Prado.

También se ha escrito que se inspiró en uno de los modelos pintados por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Las discusiones entre profesores han generado y siguen generando abundantísima literatura. Sin embargo, las últimas investigaciones señalan a Olimpia Triunfi como la auténtica Venus. Todos los indicios apuntan a que se conocieron en Roma cuando el pintor tenía 50 años y ella, entre 18 y 20.

Velázquez había hecho su primer viaje a Italia en 1629. Tenía entonces 30 años y se quedó durante casi un año. En el segundo viaje, hecho por encargo del rey para mandar reproducir grandes esculturas, es ya un grandísimo artista que se relaciona con los mayores creadores del momento. Le nombran académico, le agasajan y a él le encanta el ambiente de libertad que hay en Italia. Le gusta tanto que el rey le pide que regrese en varias ocasiones y él retrasa el viaje lo más que puede. Parece que le une el amor por la joven Olimpia, pero, sobre todo, el hijo que tiene con ella.

La historiadora británica Jennifer Montagu descubrió a comienzos de la década de los ochenta que Velázquez, casado en España y padre de dos hijas, había tenido un hijo en Italia.

Apoyada en documentos, la investigadora demostró que el pintor hacía pagos periódicos a Olimpia para el mantenimiento del pequeño, un niño llamado Antonio. En esos documentos se descubre un Velázquez preocupado por la precaria salud del niño y desconfiado ante los cuidados que le prodiga la madre. El niño murió cuando contaba sólo ocho años de edad, por causas desconocidas.

Posteriormente se han encontrado en archivos romanos numerosos documentos que completan los descubrimientos de Montagu. En ellos se detallan las cantidades y la periodicidad de aquellos envíos de dinero.

Velázquez muere a los 60 años, lo que significa que pinta a la Venus en su última década, en su etapa de máxima madurez, cuando realiza sus obras maestras más conocidas, entre ellas El barbero del Papa, Las meninas, Las hilanderas...

¿Se atreve a realizar más desnudos? Dependiendo de los historiadores que se consulte, parece que pudo pintar dos más. Hay escritos en los que se habla de uno de ellos y de que se trataría de otra Venus. Si la hizo, está desaparecida. El interés por ese segundo desnudo velazqueño es tal que dos novelas lo tienen como tema central. Una es La mano de Velázquez, de Lourdes Ortiz. El segundo libro es obra de Thomas Hoving, conservador del Metropolitan de Nueva York.

No se sabe tampoco cuánto cobró Velázquez por  La Venus del espejo pero los expertos se arriesgan a asegurar de que debió tratarse de una suma alta, dado que era el pintor de cámara del rey. Del dueño inicial, el marqués de Eliche, el cuadro  fue llevado a Inglaterra en septiembre de 1813. A los cuatro meses adquirió la tela George Yates y más tarde pasó a poder de J. B. S. Morritt, para engrosar su colección de Rokeby Hall, que la adquirió por quinientas libras, y por consejo de su amigo Thomas Lawrence.

Aquí se nos presenta otro de los enigmas de este cuadro: ¿Cómo salió la obra de España y llegó a manos del coleccionista inglés? Unos señalan que la pintura fue robada directamente por los ingleses de las colecciones españolas durante la Guerra de la Independencia y llevada a Inglaterra en 1813.  Otros dicen que Fernando VII regaló la Venus del espejo a Wallis, el agente del coleccionista Buchanam. Otra corriente se inclina en creer que cuando los franceses se incautaron de la colección de Godoy, el lienzo fue seguramente suministrado por Frederic Quilliet, comisario de Bellas Artes del rey José, al pintor británico George Wallis que compraba por cuenta del millonario coleccionista Buchanan. Nadie lo sabe con certeza.

Lo cierto es que el cuadro viajo a Inglaterra, que a Morritt, se lo adquirió, posteriormente, el gran marchante de arte inglés Agnew and Son y que finalmente el Fondo de las Colecciones de Arte Nacionales, por entonces recientemente creado, adquirió la obra en 1906 por 45.000 libras, para la National Gallery, siendo su primera adquisición triunfal. El rey Eduardo VII admiró grandemente la pintura y anónimamente proporcionó 8.000 libras al fondo para su compra, y se convirtió en Patrón del Fondo en adelante. El acuchillamiento de la tela en 1914 por una sufragista que consideraba escandalosa la obra, hace que las medidas de seguridad del cuadro sigan siendo extremas.

Mientras, desde una de las salas de la National Gallery de Londres, el rostro de la sensual dama asoma borroso en el espejo, como si el propio Velázquez hubiese querido burlarse de nosotros proponiéndonos un acertijo…

miércoles, 1 de octubre de 2014

La Casa de la Contratación



Una vez designada Sevilla como puerto para las Flotas de Indias, el próspero comerciante genovés Francisco de Pinelo sugirió a los Reyes Católicos la creación, en la misma, de una casa similar a la que estaba funcionando en Lisboa. Se crea así La Casa de la Contratación que supuso la plataforma definitiva para convertir a Sevilla en  la ciudad más importante de la época, y hacer que ésta fuera, durante doscientos años, una pieza clave en la vertebración del mundo. Esta es su historia y las actividades que en ella se desarrollaban.

En 1503 se estableció por decreto real la Casa de Contratación de Indias en Sevilla, creada para fomentar y regular el comercio y la navegación con el Nuevo Mundo. Su denominación oficial era Casa y Audiencia de Indias.

Su funcionamiento quedó regulado en las Ordenanzas expedidas en Alcalá de Henares en el momento de su creación. En principio se organizó como una agencia de la corona castellana, para realizar, por cuenta propia, y en régimen de monopolio, el comercio con las tierras recién descubiertas, pero la ampliación insospechada del escenario americano hizo imposible este proyecto, y la Casa de contratación se convirtió en el órgano destinado a inspeccionar y fiscalizar todo lo relativo al tráfico indiano.

Su reglamento fue modificado por las Ordenanzas expedidas en Monzón en 1510 que son más extensa y detalladas. Se especificaban las horas de trabajo; se habla de los libros de registro que hay que llevar; se regula la emigración; se trata de las relaciones con mercaderes y navegantes; se dispone lo relativo a los bienes de los muertos en Indias.

Su personal estaba compuesto, al principio, por un factor, a cuyo cargo estaba el aprovisionamiento y revisión de los buques y la compra y expedición de ciertas mercancías por cuenta de la Hacienda (armas y municiones, azogue para extraer la plata, etc). Un tesorero, que recibía todos los caudales procedentes de América, tanto de particulares como de la corona, y se hacía cargo de los bienes de las personas fallecidas allí, en tanto no eran entregados a sus herederos (los bienes de difuntos) y un contador-secretario, encargado de la contabilidad de cuantas operaciones realizaba la Casa.

También fue notable su labor en lo que respecta a las técnicas de navegación y a la ciencia náutica En 1508 se incluye dentro de la Casa de la Contratación al Piloto Mayor encargado de examinar a los pilotos que desean hacer la carrera, y de censurar las cartas e instrumentos necesarios para la navegación y el Padrón Real o mapa-modelo del Nuevo Mundo, hasta 1519 en que se crea el puesto de Cartógrafo. Piloto Mayor en 1508 fue Américo Vespucio, sucediéndole más tarde Juan de Solís y Sebastián Cabot. . Años después, en 1552, se crea la "Cátedra del Arte de la Navegación y la Cosmografía".

La Casa de la Contratación también tenía la facultad de administrar justicia en los pleitos relativos al comercio y la navegación, previo asesoramiento de un letrado. Su actividad en esta esfera provocó numerosos conflictos con otros organismos judiciales. Cuando se creó el Consulado de Sevilla (1542), tribunal mercantil, muchos pleitos sobre responsabilidad civil pasaron a él, pero lo criminal siguió bajo la jurisdicción de la Casa de contratación, con la función de cargos de fiscal (1546) y juez asesor (1553).

En 1583, se creó una sala de justicia dentro de la Casa de la contratación, con lo que la función judicial quedó totalmente separada de las tareas administrativas y fiscales. En 1596, la sala de justicia fue equiparada a una audiencia. La Casa de contratación desempeñó ciertas funciones de gobierno, como el reclutamiento de colonos para poblar las nueva tierras, el registro y la expedición de licencias para los que querían trasladarse allí, pero sobre todo fue órgano consultivo de los reyes para todo lo referente al comercio, a través del cual se cursaban órdenes acerca del tráfico mercantil indiano.

El cronista oficial de la Casa escribía además la historia de la América española y de su desarrollo tecnológico y científico. Como se ve a mediados del siglo la Casa del Océano –como gustaba llamarla Mártir de Anglería– era un organismo de enorme importancia,  bien reglamentado, con capilla y cárcel propia.

Además de los cargos ya apuntados a partir de 1557 la Casa contó con un presidente y fue aumentando el número de sus funcionarios, a medida que fue incrementándose también la importancia del tráfico americano. Los oficiales de contaduría, numerosos escribanos, hicieron de esta institución una de las más complejas de todas la existentes en la Sevilla de los Austrias.

Su primera sede fueron las Atarazanas de Sevilla, pero como era un lugar expuesto a las arriadas y dañino para las mercancías, pronto fue trasladada a las dependencias del Alcázar Real, donde quedó instalada en la sala denominada de los Almirantes, local "sano, y alegre", con buen patio y una puerta orientada hacia el río. Allí permaneció hasta que fue trasladada oficialmente a Cádiz en 1717.

lunes, 15 de septiembre de 2014

La procelosa historia del Mercado de la Encarnación



Dos meses después de instalarse el Mariscal Soult, en el Palacio Arzobispal se firmaba un Decreto en nombre de José I Bonaparte en cuyo primer artículo, literalmente, se podía leer:

"Artículo 1o - Se formará una plaza pública en el terreno que ocupa la manzana comprendida entre las plazas de Regina y de la Encamación"

Así pues se derriba el convento de la Encamación, siendo trasladadas sus monjas al antiguo Hospital de Santa Marta, donde aún hoy día reside la orden. El resto de la manzana, que se había segregado en diversas casas y palacios, es demolida.

La idea era crear un espacio central a modo de Plaza Mayor en el corazón de la ciudad desde el que partieran todas las calles periféricas; pero la escasez de fondos y el cariz contrario a los intereses napoleónicos que había tomado la Guerra de la Independencia motivaron que solo se hiciera la demolición de esta manzana, quedando suspendidos los trabajos restantes de limpieza y desescombro. De esta forma, cuando los franceses abandonan la ciudad, la plaza es un inmenso montón de escombros que se tardó varios años en limpiar.

En definitiva, por obra y gracia de los franceses la ciudad se encuentra en la segunda década del siglo XIX con un solar vacío de cerca de 25.000 m sin ningún tipo de uso. El Ayuntamiento, una vez limpia la parcela, decidió ubicar en él un mercado de abastos que paliara las necesidades de la ciudad, pues en ese momento Sevilla no contaba con un punto fijo de ventas, sino que el comercio se esparcía por las distintas calles y plazas, tal y como se hacía desde el medievo.

La ciudad no era precisamente un modelo de higiene y salubridad, y por sus calles y plazuelas se vendían todo tipo de productos y alimentos; desde el pescado en la Plaza de la Pescadería, las legumbres en la calle Herbolarios, las carnicerías y verdulerías  en  la Plaza de la Alfalfa, las frutas y frutos secos en la del Salvador,  o la venta de la caza menor en la calle Luchana.

La mayor parte de las veces esta venta era ambulante, y al ser al aire librel las condiciones higiénicas dejaban mucho que desear y, en ocasiones, suponían graves problemas para la salud de los ciudadanos. A ello hay que añadir las dificultades  del Ayuntamiento para cobrar tributos y tener controlados a los vendedores por no estar ubicados en un sitio concreto. Por todo ello se hacía absolutamente imprescindible crear un mercado de abastos en la ciudad.

Tras muchos proyectos y sesiones del Cabildo, por fin "el martes primero de agosto de 1820 empezó a establecerse el Mercado Principal de Abastos en la nueva plaza de la Encamación" según cuenta don Joaquín Guichot. El flamante mercado estaba realizado en madera de pino según un proyecto presentado por Cayetano Vélez en 1814.

Este primer mercado no tuvo una larga existencia, ya que en 1831 era demolido y sustituido por otro de ladrillo construido bajo la dirección de Melchor Cano, aunque una serie de problemas y complicaciones provocan que el Mercado no se pueda dar por finalizado hasta 1837, e incluso hasta 1842 no se concluyeron algunas obras como la zona que podríamos denominar de "dirección" (el Juzgado del Mercado).

Se trataba de un inmenso edificio rectangular que abarcaba la plaza en su totalidad, desde la calle Dados (Puente y Pellón) hasta el Convento de Regina. El interior del primitivo mercado estaba organizado en tres amplias calles, con galerías cubiertas, a ambos lados de las cuales se situaban los puestos ordenados según los artículos de venta: pan , frutas y hortalizas, carne fresca y chacina, pescado.... y en su centro, donde se ubicaban los puestos de venta más efímera
se situaba una fuente mármol (la que está en la actualidad en la Plaza) rodeada de los cuatro árboles que aún hoy se conservan.

Al enorme recinto, con 430 placeros, algo más que una plaza de abastos al uso, se accedía por ocho puertas, tres en cada lado largo (que coincidía con las antiguas calles del Correo y del Aire); y una puerta en cada lado menor, esto es, a la calle Dados (actual Puente y Pellón) y a Regina.

Paradójicamente, este progreso en base al cual se había creado el mercado se convierte, con los años, en uno de sus principales enemigos. Y es que, vistas las ventajas de concentrar los puntos de venta en un único espacio, se crean nuevos mercados a lo largo de la ciudad, como el de Entradores, el del Postigo del Aceite o el de la calle Feria. De esta forma, el inmenso edificio de la Encarnación perdía importancia y valor dentro de la ciudad.

Además en 1948, se derriba la mitad sur del Mercado para facilitar el la comunicación entre Laraña e Imagen y la posterior ampliación de esta. Una operación urbanística que trataba de conectar la Puerta Osario con la Campana, dando lugar a una plaza junto a la iglesia de la Anunciación y también al principio del fin del propio mercado.

En efecto, en los sesenta se hundieron parte de sus naves, solo un siglo y medio después de su construcción, provocando la marcha de los placeros. Además, la riada del Tamarguillo hizo que muchos vecinos del centro se desplazaran a las afueras de la ciudad, cayendo la clientela del mercado, mientras que la aparición de los nuevos supermercados ocasionó que otros placeros se fueran de allí.

Ante el estado de ruina del edificio en octubre de 1973 se inicia su demolición, tras pasar los puestos que quedaban a un solar, en una esquina de la plaza, en lo que fue un mercado provisional que duró más de 37 años.

Hoy por fin, gracias al proyecto del arquitecto alemán Jürgen Mayer con su Metropol Parasol, la Encarnación vuelve a contar, polémicas aparte, con un moderno mercado de abastos, que abarca 4.500 metros cuadrados de superficie y alrededor de 70 puestos de venta.

El techo del mercado es a su vez el suelo de una gran plaza pública, un poco más elevada sobre la superficie y de donde emergen esbeltas los seis grandes pilares de las "setas", como popularmente se les conoce, y por último, un ascensor lleva hasta la cubierta, que se encuentra a unos 30 metros de altura, ligeramente por encima de los edificios que se encuentran en la zona y donde se ubica un mirador en forma de "nube" desde el cual se obtienen una magníficas vistas sobre todo el casco antiguo de Sevilla.

lunes, 18 de agosto de 2014

La apasionante vida del Almirante Espinosa



La vida del Almirante Espinosa marino, científico, cosmógrafo e hidrógrafo, es realmente apasionante. Por eso hemos decidido traerla hasta nuestras páginas para que puedan conocerla y descubrir a un sevillano ejemplar.

José de Espinosa Maldonado y Tello de Guzmán (Sevilla, 1.763 – Madrid, 1.815), era hijo de don Miguel de Espinosa Maldonado, conde del Águila y Alcalde Mayor de Sevilla, y de Isabel María Tello de Guzmán, marquesa de Paradas y de Sauceda.


Su preparación, nos cuenta Martín Fernández de Navarrete fue excepcional:
«antes de terminar su infancia ya sabía escribir correctamente; había aprendido la retórica á la edad de nueve años; á los 13 había concluido la gramática latina, y á los 15 también había aprendido perfectamente el dibujo, el francés, la aritmética y la geometría ». 
Con 15 años hizo el pertinente examen e ingresó como guardiamarina en la Armada Española el 16 de agosto de 1.778, destacando rápidamente por sus brillantes calificaciones. Desde muy joven, sintió una profunda inquietud científica, lo que hizo que se interesase por la geografía, la cartografía y la astronomía, materias estas que estudió con un gran interés y aplicación.

Ya como oficial de la Armada, practicó astronomía en el Observatorio de Cádiz, y trabajó bajo la dirección de Vicente Tofiño en el mapa costero de España, principalmente en la sección entre Fuenterrabía y El Ferrol, en la costa cantábrica,
levantando con sus conocimientos todas las cartas hidrográficas de esta costa, por lo que su trabajo formó parte muy importante del posterior« Atlas Marítimo », siendo uno de los responsables de ver y comprobar su publicación.

Estando ya finalizando su trabajo, en el año de 1788 fue reclamado por don Alejandro Malaspina para que formará parte de su futura expedición alrededor del mundo, siendo encargado por su nuevo jefe, en la verificación y buen hacer en la construcción de las corbetas así como en la preparación científica de ellas, sobre todo en el tema de los instrumentos que eran vitales para el buen fin del proyecto y con el especial encargo, de redactar la crónica de la misma.
Pero su salud le impidió zarpar con la expedición, por lo que se quedó en Cádiz para restablecerse. Recuperado embarcó, cruzó el océano Atlántico, portando nuevos instrumentos, los cuales no desaprovechó, ya que sobre el centró del océano situó varios escollos, consiguiendo alcanzar la expedición en el puerto de Acapulco.

Inmediatamente don Alejandro Malaspina, le comisionó con los nuevos instrumentos, a reconocer y levantar, los accesos y puertos de Veracruz y Acapulco, así como sondar los peligrosos bajos ya vistos pero no situados de la zona de Campeche, así como sus veriles, recogiendo noticias de historia natural, geografía, costumbres, vegetación y clima.
Desde Acapulco navegaron con rumbo al norte, continuando con las tareas de exploración llegando hasta Alaska, donde José de Espinosa, acompañado de Dionisio Alcalá Galiano y Cayetano Valdés, en dos lanchas fueron enviados a reconocer los canales de Nutka.
Tras cumplir esta misión, la expedición puso proa al Pacífico, navegando por las islas Marshall y Marianas hasta alcanzar las Filipinas, fondeando en el puerto de Manila. En 1.792 las corbetas regresaron al Perú. Durante el viaje José de Espinosa se vio afectado por la temida enfermedad del escorbuto, debiendo regresar a Europa. Acompañado por don Felipe de Bouza y a pesar de su delicado estado de salud, nadie pudo evitar, que al cruzar la cordillera de los Andes, se pasara un tiempo para situarla con observaciones astronómicas, consiguiendo llegar a Montevideo donde embarcó de trasporte en la corbeta Gertrudis y arribó al puerto de Cádiz en el mes de septiembre del año de 1794.

Permaneció un tiempo al cuidado de los médicos y al estar restablecido, se encontró con su nuevo ascenso a capitán de fragata, siendo reclamado por el general don José de Mazarredo como ayudante, por lo que permaneció un tiempo en la escuadra del mando del General.
Fue destinado a las islas Filipinas, pero la ir a la capital y presentarse al Capitán General de la Armada, a la sazón don Antonio González de Arce Paredes y Ulloa, éste intercedió ante el Rey, para que siendo más útil por sus conocimientos y salud, fuera destinado a trabajos de investigación más que de guerra, a lo que el Rey accedió, así fue nombrado Ayudante Secretario de la Dirección General de la Armada y Jefe de la Dirección de Hidrográfica.

En el tiempo que estuvo al frente de la Dirección Hidrográfica, su gestión le situó en uno de los puestos más altos, siendo incluso un referente para otros compañeros. Se publicaron dos volúmenes de cartas náuticas, pero de tanta exactitud, que pasados varios años se volvieron a comprobar, decidiendo que no era menester retocar nada, ya que seguían siendo tan válidas como cuando se publicaron.

En el año de 1807, se le ascendió a jefe de escuadra, siendo nombrado, secretario del Almirantazgo. En este puesto sobrevino la invasión francesa y con ella el nombramiento del nuevo rey José Bonaparte, quien intentó el atraérselo, pero se negó por completo y dimitió de todos sus cargos. Siendo el responsable de los documentos de la Dirección Hidrográfica, quiso escaparse a Sevilla con ellos, pero tuvo que desistir al impedírselo la guardia que montaron para evitarlo, lo que le obligó a fugarse de la capital, consiguiendo llegar anta la Junta de la ciudad hispalense.
La Junta lo comisionó para viajar a Londres, para allí fuera del alcance de las manos de Napoleón, seguir dirigiendo el grabado de las cartas náuticas y al mismo tiempo, el dar noticias sobre los movimientos de la marina, comercio de ésta, pesca y arsenales de los británicos. Allí permaneció durante toda la guerra, regresando a España ya con el grado de teniente general.
Al restablecerse el Almirantazgo, volvió a ocupar su cargo anterior, al mismo tiempo que retenía el de Jefe de la Dirección Hidrográfica, pero dada su poca salud dimitió de su cargo en el Almirantazgo, pero se mantuvo en el de la Dirección Hidrográfica, hasta que le sobrevino el óbito el día seis de septiembre del año de 1815, totalmente inesperado, aunque nunca gozó de muy buena salud.

Entre sus obras más notables se encuentran:

«Relación del viaje hecho por las goletas Sutil y Mejicana en el año de 1792 para reconocer el estrecho de Fuca » En la que se da noticia de las expediciones ejecutadas anteriormente por los españoles en busca del paso del Noroeste de la América.

«Memoria sobre las observaciones astronómicas que han servido de fundamento á las cartas de la costa NO. de América » Esta obra, fue publicada por la Dirección de trabajos hidrográficos, pero se volvió a incluir la obra anterior como segunda parte de ella, aunque aumentada con preciosas noticias, observaciones y cálculos para fijar situaciones geográficas importantes.

«Memorias sobre las observaciones astronómicas hechas por navegantes españoles en distintos lugares del globo, las cuales han servido de fundamento para la formación de las cartas de marear publicadas por la Dirección de trabajos hidrográficos de Madrid» Publicada por la Imprenta Real en Madrid, 1809. Son dos tomos en 4°, con cuatro Memorias y varios Apéndices a cual más curioso e importante, un Apéndice en la segunda Memoria del tomo uno entre las páginas 169 y 182, su epígrafe reza: « Observaciones de la velocidad del sonido, de la latitud, longitud y variación, hechas en Santiago de chile por el teniente de navio D. José de Espinosa, y el alférez de navío D. Felipe Bausa en 1794 » Y por nota a píe de la misma página 169 aclara: « Las observaciones que incluye este número las hicimos por mera afición, con motivo de restituirnos de Valparaíso a Buenos Aires por tierra, á procurar nuestra incorporación con las corbetas Descubierta y Atrevida, de cuyos buques desembarcamos en Lima por enfermos. Practicamos asimismo en nuestro viaje muchas operaciones geodésicas, y adquirimos varios planos, descripciones y noticias geográficas, que corregidos con aquellas latitudes y longitudes observadas, han servido para formar una carta particular de la cordillera y las Pampas, la cual se está grabando actualmente en la dirección hidrográfica »

«Idea de la marina inglesa, escrita por el teniente general de la Armada nacional don José Espinosa Tello. Mandada imprimir y publicar por las Cortes» Imprenta Nacional. Madrid, 1821. Es un cuaderno de 67. Fue escrita por orden del Ministerio de Marina, durante su estancia en Londres entre los años de 1810 á 1815.

 Además una serie de trabajos cartográficos como “Carta esférica de las Antillas mayores y del seno mejicano” (1.811), “Carta de las costas de España e Islas Canarias y del mar Mediterráneo, desde el estrecho de Gibraltar hasta la isla de Sicilia” (1.811) y “Carta general para las navegaciones a la India Oriental por el Mar del Sur y el Grande Océano” (1.813).

El Almirante Espinosa tomó parte en la batalla naval del cabo Espartel contra los ingleses, en octubre de 1.782. Estaba en posesión de la Cruz de Caballero de la Real y Muy Distinguida Orden de Carlos III, que le fue concedida en el año 1.805.

Hasta aquí la trayectoria vital de este ilustre sevillano que tanto contribuyó con sus trabajos al conocimiento científico y geográfico.

domingo, 10 de agosto de 2014

Cines de verano



Durante las décadas de los 50 y 60, los cines de verano en Sevilla fueron los paraísos nocturnos para luchar contra las temperaturas de la inmisericorde canícula. A nivel doméstico se habían utilizado todo tipo de inventos: colgar una sábana mojada de una cuerda en el dormitorio para humedecer el ambiente; dormir en la azotea; dar largos paseos en las jardineras de los tranvías… Durante el día, la Sevilla más popular e infantil, se desplazaba a la playa de “Maritrifulca”, río abajo a la Punta del Verde, donde el personal se refrescaba a base de sumergirse en una curiosa mezcla de tierra, lodo y agua…

Pero el cine se llevaba la palma. Era ese lugar de privilegio donde tomabas el fresco y cada uno podía hacer lo que quisiera: hablar, gritar, corretear por entre las sillas, comer, beber… Lo de menos siempre fue la película. Solían ser de tiros, policíacas, del oeste o folklóricas, pero daba igual.
Aquellos cines normalmente estaban situados en solares de barrio. Pocos ocupaban superficies abiertas como los que se instalaron en el Prado de San Sebastián cuando todavía eran asentamiento de la Feria de Abril. Su estructura interna quedaba dividida en tres espacios. El más delantero, el más pegado a la pantalla, era el más barato y solía estar ocupado por la chiquillería vocinglera que se sentaba normalmente en bancos corridos. Una valla lo separaba del segundo espacio, el de la entrada más cara, con sillas de enea y, en algunos casos, butacas de madera o metálicas. Por fin, al fondo del todo, separada o no por vallas de la zona central, estaba la nevería, el bar, que en algunos casos las empresas los anunciaban como salectas, siempre con una barra, que solía quedar debajo de la cabina de proyección, y mesas para, simultanear el visionado de la película con la degustación del típico tomatito cortado a rodajas y aliñado con su ajito, su aceite, su vinagre y su sal por encima o las raciones de calamares fritos, unas veces más duros y otras, las menos, más blandos.
Aquellos palacios cinematográficos, rivalizaban entre sí con la rimbombancia de sus nombres: Avenida, Gran Vía, Arrayán, Emperador, San Sebastián, Ideal, Evangelista, Alfarería, San Telmo… A ver quién era más importante…
Y los había verdaderamente coquetos y limpios. Paredes blanqueadas, grandes macetones, celosías y macetas colgadas de las paredes inspirados en los patios cordobeses. Era todo un rito ir un día entresemana al cine y llegar lo más temprano posible, aún con el sol fuera. Sacar la entrada por un pequeño ventanuco que te dificultaba el más mínimo diálogo con el taquillero/a y entrar cuando todavía un abuelete estaba regando con una sufrida manguera el suelo de albero para asentarlo y refrescar el ambiente. Aquel olor a macetas, mezclado con el de la tierra mojada y con el primer sorbo de cerveza fría recién salida del grifo, se convertía en un lujo y en la primera revancha contra una jornada que de nuevo había puesto a juego nuestra capacidad de aguante ante el termómetro. Y a partir de ahí ya podía venir John Wayne o Joselito, el ruiseñor de las cumbres, que nos daba exactamente igual.
Pero los tiempos fueron cambiando y el evolucionismo pudo con una Sevilla, conservadora en su fuero interno, pero novelera a más no poder en el externo. En los patios trianeros un vecino compraba “un tele” y allí se trasladaba el espíritu del cine al aire libre. Los chiquillos, delante, sentados en el suelo. Los patriarcas en sus sillas, con la cerveza y los tomates. Por algún rincón la pareja de novios. Las abuelas con su vaso de la Casera. Un cable largo y allí estaba la pantalla, con lo que esa noche pusiese TVE, la única, en blanco y negro, ya podía ser Estudio 1, Escala en hi-fi o los muñecos de Erta Frankel.
Otro cambio que vino a influir en las costumbres y las estructuras económicas fue protagonizado por la llegada de la moda, fiebre y negocio de la construcción. ¿Qué podía tener que ver aquello con el cine? Pues claro que tenía que ver. Muy sencillo. Porque poco a poco se fueron comprando los solares donde estaban los cines de verano para en ellos construir pisos… Y entraron las máquinas que se encargaron, implacables, de llevarse por delante las paredes blanqueadas, el albero, las macetas y lo que fue peor: el grifo de cerveza. Y así cayeron el Emperador, el Alfarería, el Gran Vía, el Avenida y muchos más…
Ahora, en sus correspondientes superficies, hay pisos, pisos y más pisos y cada uno de ellos tiene aire acondicionado, un plasma en el salón, una pantalla pequeña en el cuarto de los niños, un tablet, mil video juegos, refrescos, cervezas y tomates en el frigorífico… ¿Para qué van estas buenas gentes a necesitar un cine de verano? Ya, para nada…
Pero, en fin. Ellos se pierden el olor a macetas, a tierra recién regada, el primer buche frío de cerveza y, sobre todo, a John Wayne y a Joselito, el ruiseñor de las cumbres…
De todos modos, aplaudo esos esfuerzos aislados de instituciones, comunidades de vecinos o simplemente aficionados, que reviven el fenómeno social y cultural que siempre fue el cine de verano en cualquier rincón de nuestra Sevilla. Gracias.
El cine y la noche serán siempre dos buenos aliados para la gente sensible y para el desarrollo de la fantasía…
                     

La procelosa vida del Puente Triana



Construido entre 1845 y 1852 por los ingenieros franceses Gustavo Steinacher y Ferdinand Bennetot, se trata de una moderna construcción de hierro que sustituyó al primitivo Puente de Barcas que históricamente había existido en aquél lugar durante siglos conectando la zona del Arenal con las inmediaciones del antiguo castillo de San Jorge de Triana.
Siendo éste un paso de comunicación muy delicado e inestable por las frecuentes crecidas del río, uno de los grandes retos de la ciudad era construir un puente de carácter permanente y resistente, algo difícil de hacer por las dificultades técnicas y el alto coste económico. Finalmente fue en pleno siglo XIX y durante el reinado de Isabel II cuando se acometió esta gran empresa, la que sería el primer puente fijo de la ciudad de Sevilla.
El diseño escogido era análogo al del Puente Carrousel, hoy desaparecido, que se levantaba, en París, sobre el río Sena, que había sido ejecutado en 1834 por el ingeniero francés Polonceau. Proyectado con tres vanos y dos pilastras centrales, se estudió el ancho entre pilares y la altura máxima del punto central, adecuada para las dos márgenes del río y suficiente para el paso de todo tipo de barco de vapor de chimenea abatible en condiciones normales.
La luz del puente, incluyendo los estribos, es de ciento treinta y seis metros y medio y de ciento sesenta y dos metros, la anchura entre barandas es de trece metros y cuarenta centímetros y la luz de los arcos de sus tres vanos, de cuarenta y tres metros y cuarenta y seis centímetros.
Los materiales utilizados fueron pilares de piedra y hierro, sin utilización de madera. En la orilla de Triana se estableció una gran rampa de contención que llega hasta la calle de San Jorge. Se impuso que las piezas de fundición fuesen construidas en España, en concreto en Sevilla, en los talleres de los hermanos Bonaplata. Considerado uno de los hitos de la arquitectura del hierro del siglo XIX en España, su interés lo incrementa el hecho de ser éste uno de los puentes de este tipo más antiguos que se conservan,
Inaugurado en 1852, desde sus comienzos se ha visto sometido a distintas reparaciones y modificaciones surgidas a lo largo del tiempo y por distintas necesidades. Así, hasta 1881 se realizaron trabajos para la consolidación de cimientos en las pilas centrales y estribos; y una nueva etapa de reformas acabaría en 1918 con la sustitución del tablero, que entonces se aprovechó para darle mayor anchura, con andenes en voladizo para peatones, reforma motivada por la aparición de un tráfico con vehículos más pesados (tranvías), siendo dirigida por el ingeniero Ramírez Doreste y el arquitecto sevillano Juan Talavera.

La opinión pública salvó el puente de Triana

Nicolás Salas en su libro Sevilla y sus puentes hace una magnífica descripción de las circunstancias que acaecierón a final de los años cincuenta del pasado siglo sobre la viavilidad del puente emblemático de Sevilla, que a continuación les detallamos.

Los periódicos sevillanos prestaron especial atención a las noticias relacionadas con el puente de Triana y su futuro incierto. Desde 1957 hasta 1974, el puente de Isabel II estuvo condenado a ser derribado por decisión de la Jefatura de Puentes y Estructuras del Ministerio de Obras Públicas. En octubre de 1974 se produjeron tres hechos claves: 1) Con fecha primero de ese mes, el ingeniero señor Fernández Casado mantenía su criterio de construir un nuevo puente y derribar el antiguo. 2) Con fecha 19, el ingeniero señor Batanero presentó una propuesta a favor de la restauración del puente aplicando técnicas para sustituir el tablero existente apoyado en las pilas, estribos, arcos y anillos por otro que sólo lo hiciese en las pilas y estribos, dejando exento los arcos y anillos, que quedarían como elementos sin función estructural. Y 3) El día 21 el Ayuntamiento aprobó la conservación del puente a cualquier coste.
La campaña de salvación del puente fue iniciada por el Colegio de Arquitectos de Sevilla, como también hizo para salvar los edificios del Coliseo España y la estación ferroviaria de Córdoba. En febrero de 1976 fueron adjudicadas las obras según la propuesta del señor Batanero, y un mes más tarde dieron comienzo. El Ministerio nombró director de las mismas al doctor ingeniero de Caminos, Canales y Puerto, Manuel Ríos Pérez, luego jefe de la Demarcación de Carreteras en Andalucía Occidental del Ministerio de Fomento, que además fue siempre defensor de conservar el puente histórico. El día 13 de junio de 1977, dos días antes de las primeras elecciones generales democráticas, Luís Ortiz González, ministro de Obras Públicas del último Gobierno del Régimen anterior, cortó la cinta y declaró inaugurado el remozado puente de Triana.
Los sevillanos conocieron la situación cuando al regresar a su capilla la cofradía de la Esperanza de Triana el Viernes Santo de 1974, se produjo al pasar por el puente una vibración que provocó escenas de pánico. El asunto fue motivo de polémicas en los periódicos, y nuevos informes técnicos determinaron que el día 10 de agosto de ese año quedara prohibido el tráfico por el puente de todo tipo de vehículos. Durante el otoño de 1974 el Colegio de Arquitectos solicitó que se detuviera el proyecto de derribar el puente, y el Ayuntamiento pidió que se declarara monumento histórico artístico de carácter nacional, petición que fue atendida con fecha 13 de abril de 1976, es decir, cuando ya estaba decidida su rehabilitación desde el mes de febrero anterior.
El Ministerio de Obras Públicas pasó de mantener que era imposible reparar el puente a admitir el acuerdo del Ayuntamiento de Sevilla de fecha 21 de octubre de 1974, pidiendo que se conservara y se aplicasen las técnicas necesarias para su rehabilitación. Durante el mes de mayo de 1977 el puente de Triana fue sometido a varias pruebas de resistencia con resultados positivos. De manera que quedó abierto al tráfico urbano sin limitaciones mediado el mes de junio siguiente. Esta vez los intereses sevillanos fueron respetados.
La idea de derribar el puente de Triana y construir uno nuevo fue planteada inicialmente en 1957 por el ingeniero Carlos Fernández Casado, en su calidad de jefe del departamento de Puentes y Estructuras del Ministerio de Obras Públicas. Fechados en 1957 y 1958, hay dos informes del citado ingeniero que culminaron con la prohibición de circular por el puente los camiones y autobuses, pero manteniendo el servicio tranviario.
El día 2 de mayo de 1960 se presentó un anteproyecto de Carlos Fernández Casado para construir un nuevo puente y derribar el de Isabel II. El mismo ingeniero presentó el proyecto definitivo el 25 de noviembre de 1964 por encargo del Ministerio de Obras Públicas, pero no fue aprobado por el Ayuntamiento de Sevilla. Nueve años después, en octubre de 1973, Carlos Fernández Casado presentó un proyecto modificado para el nuevo puente, que no fue ni aceptado ni rechazado por el Ayuntamiento. Pero hasta la primavera de 1974 el pueblo sevillano no tuvo conocimiento de que hacía dieciséis años que el Ministerio de Obras Públicas pretendía derribar el puente trianero y construir uno nuevo.

El caviar del Guadalquivir



A pesar de estar estrechamente vinculado a la historia de algunos municipios ribereños, el esturión no solo ha desaparecido de las aguas del Guadalquivir sino que, incluso, se ha borrado de la memoria colectiva de estas poblaciones.

Según Salvador Algarín Vélez: “ El esturión fue el plato más exquisito de los más suntuosos banquetes romanos, según relatan los cronistas. Antes, cuando otros pueblos de la península acuñaban en el reverso de sus monedas olivos, bueyes o espigas como nota más característica de la comarca, en Caura (la actual Coria del Río) el esturión ya se grababa en los metales. Siglos más tarde, este pez gozaba de tal prestigio que los Reyes Católicos otorgaron el monopolio de la preparación del ‘Caviale’ a los monjes de la Cartuja de Sevilla, y el derecho de ahumarlo a una cofradía que tenia su domicilio en el conocido como barrio de los ahumadores.”

Sin embargo la vida del esturión en el Guadalquivir tuvo su auge y su declive total en el siglo XX, en unos años que concentraron explotaciones masivas, trabas para su desarrollo y hasta su desaparición total; la última captura registrada fuen una hembra en Sanlúcar de Barrameda en 1992.
Nicolás Salas, comenzó con el dictamen del cocinero francés Augusto Preney, que trabajaba en el Palacio de Yanduri con los marqueses de Yanduri, cuando fue consultado por los valores de un pez pescado en Coria del Río, por Jorge Parladé Ybarra, conde de Aguiar y sobrino carnal de la marquesa. El cocinero francés afirmó que la hueva de aquel pez era caviar y de excelente calidad. Luego, las intervenciones de Jesús y Nicolás Ybarra Gómez, determinaron la fundación de la fábrica en Coria del Río y la contratación del experto ruso Classen, que se convirtió en factotum del proyecto hasta su muerte en 1948.
El origen de caviar sevillano, según Nicolás Salas, comenzó con el dictamen del cocinero francés Augusto Preney, que trabajaba en el Palacio de Yanduri con los marqueses de Yanduri, cuando fue consultado por los valores de un pez pescado en Coria del Río, por Jorge Parladé Ybarra, conde de Aguiar y sobrino carnal de la marquesa. El cocinero francés afirmó que la hueva de aquel pez era caviar y de excelente calidad. Luego, las intervenciones de Jesús y Nicolás Ybarra Gómez, determinaron la fundación de la fábrica en Coria del Río y la contratación del experto ruso Classen, que se convirtió en factotum del proyecto hasta su muerte en 1948.

Tras investigar las potencialidades de esta singular pesquería, la sociedad “Jesús de Ybarra” puso en marcha una fábrica de caviar y carne ahumada que estuvo operativa entre 1932 y 1970. Villa Pepita era el nombre del chalet que, a las afueras de Coria, albergó esta industria.
Un documentado estudio publicado por el Ayuntamiento de este municipio, del que es autor Salvador Algarín, rescató la historia de los esturiones y el caviar del Guadalquivir, completando la minuciosa base de datos que, hasta 1948, elaboró el propio Classen. De acuerdo a estos registros, y los que se llevaron a cabo hasta 1966, la factoría coriana procesó, a lo largo de toda su actividad, cerca de 160.000 kilos de esturiones (más de 4.000 ejemplares), de los que se obtuvieron unas 16 toneladas de caviar. La producción, señaló en su día el especialista ruso, “es suficiente, con amplitud, para cubrir el consumo nacional”, y su calidad “es equivalente a la del mejor caviar ruso”.
Para organizar la explotación de esta especie hubo que importar instrumentos de pesca especializados, similares a los que se usaban en el Danubio y en los ríos rusos. Se trataba, explica Algarín, “de palangres de fondo, con grandes anzuelos empatillados de acero, fabricados especialmente para esturiones”. La adaptación de estas técnicas al Guadalquivir y la elección de las zonas en donde calar las artes corrió a cargo de Efion Moskobició, un especialista rumano que permaneció en tierras andaluzas entre 1934 y 1936.
Aunque los puntos de pesca se distribuían a lo largo de una extensa franja que iba desde la propia desembocadura hasta el municipio de Alcalá del Río, la mayor parte de las capturas se concentraban en La Figuerola y en El Puntal, en la zona de estuario, cerca del caño de la Nueva, frente a lo que hoy son terrenos del Espacio Natural de Doñana. Una vez desenganchados los peces, una motora conducía los ejemplares, en vivo, hasta la factoría, en donde la plantilla fija era de ocho personas, aunque en temporada alta solían acudir otras seis mujeres para reforzar las tareas de manipulado y elaboración de los productos.

Según el catálogo de precios de 1939, una lata de 1.100 gramos de “caviar español Ybarra selecto” se vendía a 165 pesetas, aunque también era posible, para las economías más modestas, adquirir una lata de 50 gramos de “caviar de segunda”, cuyo precio era de 3,50 pesetas. Por tanto, el caviar de mayor calidad venía a costar siete pesetas el gramo, mientras que en la actualidad esta cifra oscila entre las quinientas y las mil pesetas (según variedades y procedencias). Es decir, la misma lata por la que entonces se pagaba un euro costaría hoy entre 3.000 y 6.000 euros.
El futuro de esta rentable actividad estaba, sin embargo, hipotecado aún antes de ponerse en marcha. La presa de Alcalá del Río, que entró en funcionamiento en 1931, privó a los esturiones de algunas de sus más importantes zonas de cría, al no poder remontar el río. Como señala Algarín, “las obras provocaron el cerramiento del cauce, produciendo un nuevo estado hidrológico e hidrobiológico en el Guadalquivir, de tal forma que por debajo de la presa el río deja de comportarse como tal para hacer la función más cercana a lo que es una ría marina, y por encima se convierte en un embalse con las características propias de este medio”.

A pesar de este grave impacto, los esturiones consiguieron establecer frezaderos aguas abajo de Alcalá, lo que permitió, en principio, la supervivencia de la especie. La pesca se mantiene en unos niveles aceptables hasta que, en 1961, las capturas comienzan a descender de manera acusada. Es muy posible, como detalla Algarín, que la extracción de áridos en numerosos puntos del cauce originara la alteración de las nuevas zonas de cría, y que este animal se viera, además, afectado por la creciente contaminación del río. Como problema añadido, el esturión venía sufriendo una intensa sobrepesca en las mismas compuertas de la presa de Alcalá, en donde quedaban atrapados los animales tratando de remontar el río.
Si a lo largo de 1935 llegaron a procesarse en la fábrica de Coria cerca de 400 esturiones, en 1961 apenas se capturaron 49. Tres años después solo entraron en Villa Pepita 17 ejemplares y, en 1966, cuando terminan los registros de esta actividad, fueron únicamente cuatro los esturiones que pudieron aprovecharse. Así las cosas, en 1970 cierra la factoría, señalándose en la declaración oficial de baja que el motivo de esta decisión era la “falta de entrada de pescado en el río”.
Se terminaba así  una curiosa y original aventura, desconocida para muchos sevillanos como fue la industria del caviar sevillano y desaparecía además de las aguas de nuestro gran río una especie ancestral de su hábitat. Aquí se echa de menos todos los estudios ecológicos y medioambientales que hubieran informado a los ingenieros en el diseño de la presa de Alcalá del Río.

Trabajo realizado con la información de Nicolás Sala en su libro Navegación, Salvador Algarín en sus trabajos sobre el tema publicados en la revista Azotea y el blog https://elgatoeneljazmin.wordpress.com/tag/guadalquivir/.