domingo, 10 de agosto de 2014
Hampa y sociedad en la Sevilla del siglo de Oro.
La historiadora estadounidense Mary Elizabeth Perry publico en 1980 el libro Crime and Society in Early Modern Seville, una visión de Sevilla en la que maleantes, mendigos, niños de la calle, soldados y prostitutas se revelan como un elemento clave en la disputa por el espacio social de la ciudad y en el desarrollo de su identidad colectiva.
Perry, que en los años setenta estuvo en Sevilla consultando los archivos de Indias, el Municipal, el de la Santa Caridad y el de la Biblioteca Capitular señala en su obra que entre 1520 y 1580 la población de Sevilla creció más del doble y llegó a 90.000 habitantes, solo por detrás de la de Nápoles, Venecia y París. Así mismo añade la autora, Sevilla fue "famosa tanto por el comercio como el crimen", ya que, convertida en Puerta de Indias desde 1503, "se precipitaron hacia la ciudad mercaderes, banqueros, armadores y soldados" pero también toda suerte de hampones y vagabundos, muchos de ellos especialistas en eludir la ley.
Mary Elizabeth Perry nos ofrece un retrato diferente de la Sevilla de los siglos XVI y XVII, trenzado con las huellas que dejaron sus habitantes más marginales donde “El Hampa y la política no son desconocidas; hace cuatrocientos años eran incómodas socias en la ciudad de Sevilla… el centro de España de los Habsburgo, el mayor imperio comercial del siglo XVI”.
La Gran Babilonia de España
En 1503 la Corona de Castilla decretó que todos los buques que navegaran entre Europa y el Nuevo Mundo debería pasar a través de Sevilla. Este puerto fluvial que se convirtió en la capital del imperio comercial español rápidamente propició que la ciudad se convirtiera en "la Gran Babilonia de España", tan famoso por el crimen como por el comercio.
Nuevas personas y riqueza se vierten en la ciudad: los comerciantes, los banqueros, los cargadores, los soldados, pero también mendigos, prostitutas, matones,y los ladrones. Aquí prosperó una subcultura de la gente de la calle, la "gente de mala vida", que eran por lo general identificados con la delincuencia.
El crimen en este momento se define por una alianza de gobierno de la Corona, la aristocracia y la Iglesia. Reales ordenanzas regulan muchas actividades locales, desde la venta de comida hasta portar armas. A través del gobierno de la ciudad, los aristócratas decidieron que se debe permitir mendigar y cómo la prostitución podría ser legalmente practicada. La Iglesia censuró espectáculos públicos y predicó una moral que condenaba el adulterio, la homosexualidad y el aborto. Los funcionarios que hacían cumplir las leyes y los castigos de los delincuentes fueron nombrados por la corona, la aristocracia, o Inquisición.
Diferencias dentro de la alianza de gobierno agravan los problemas a la hora de definir el crimen. Hasta el reinado de Isabel y Fernando (1474-1516), la aristocracia local a menudo se divide en "rivalidades y antagonismos de hombres poderosos, ayudados por sus familiares y amigos que desembocan en escaramuzas escandalosas y sangrientas ".
Para contrarrestar estas rivalidades, los Reyes Católicos impusieron la Santa Hermandad, una agencia para hacer cumplir justicia real contra la aristocracia. También explotaron estas rivalidades para justificar el aumento del poder del Asistente, figura nombrada directamente por los reyes y que no podía ser vecino de Sevilla, para dirigir el gobierno de la ciudad.
Esta estrategia puesta en marcha, a lo largo de la Edad Moderna, por la Corona de Castilla de la designación de forasteros como magistrados y jefes de gobierno de la ciudad con el fin de llevar a cabo políticas reales sobre la delincuencia y el orden, generó que estos funcionarios chocaran a veces con las tradiciones locales. La Corona y los funcionarios de la ciudad fueron capaces de superar sus diferencias mediante la unión en contra de un enemigo común, como las personas sospechosas de delitos

En esas circunstancias prosperó "una subcultura de las calles y de gentes de mala vida, que a menudo se identificaban con lo criminal", según la historiadora norteamericana, quien encontró numerosas fuentes documentales sobre "la falta de ley y orden, la Cárcel Real y los niños abandonados", además de ordenanzas sobre prostitución, censos de mendigos y crónicas de "revueltas por el pan".
Los motines por pan de 1521 y 1652 se convirtieron en rebeliones políticas. Una comparación de estas dos rebeliones, nos muestra un marcado cambio en las posiciones de la Iglesia, la aristocracia y la monarquía. También demuestra que los delincuentes e inadaptados ayudaron a preservar el orden existente durante las mismas, apoyando incluso cuando trataban de explotarlos.
Perry también cita "memorias de capellanes de prisión y abogados" y romances de germanía que "revelan un submundo que era más que un pintoresco grupo marginal", además de que asegura haber constatado "una relación paradójica entre el hampa y la autoridad política", ya que "en los inadaptados, prostitutas, criminales y marginados la autoridad política encontraba una razón para imponerse sobre la diversidad y la violencia que se toleraba en la ciudad". Estos romances fueron transmitidos oralmente por vagabundos y gente de la calle, y proporcionan una buena base para la comprensión de su vocabulario y preocupaciones. Un estudio detallado de la gente pobre de la ciudad, que se hizo en 1667, explica cómo vivían y cómo fueron identificados. Pinturas de la época también sugieren matices en la relación entre ricos y pobres, débiles y poderosos.

Algunos integrantes de esta categoría social alternaban el delito con diverso tipo de trabajo eventual dentro de la ley, y más relacionado con el comercio que con la industria. El sistema de flotas en el comercio con América hacía que se sucediesen momentos de frenética actividad con períodos en los que había escaso movimiento en el puerto. La falta de trabajo favorecía actividades poco honestas y los delitos se hacían más frecuentes cuando había menos trabajo.
Los desocupados se dedicaban a vender mercancías fraudulentamente. Había personas especializadas en revender con rapidez los objetos robados, y otros compraban productos, como vinagre, aceite, vino, azúcar, miel y cera que posteriormente adulteraban, obteniendo así una mayor cantidad. En una ocasión, uno de estos defraudadores vendió a un hidalgo un trozo de oveja haciéndolo pasar por carne de buey, por el sencillo procedimiento de coser unos testículos a la pieza de carne. Su desgracia fue que la cocinera tenía mejor vista que su señor y se dio cuenta del timo. El vendedor fue apresado por la justicia y expulsado de la ciudad.
"Muchos se dedicaban al cante, el baile o el teatro, profesiones que se asociaban comúnmente con ladrones y mujeres libertinas" y los sevillanos "buscaban a gente de los bajos fondos que pudieran leerles la mano, decirles la buenaventura o venderlos pociones o venenos".
La evidencia revela una relación paradójica entre el mundo de los bajos fondos y de la autoridad política. Ya que si por un lado eran antagonistas pues desafiaban la autoridad política, y los funcionarios del gobierno decidieron castigar su desafío, por otra parte, eran socios. El inframundo había contribuido a legitimar la extensión del poder político. En inadaptados, prostitutas, delincuentes y parias, la autoridad política encontró una justificación para imponer un mayor control sobre la diversidad y la violencia tolerada en la ciudad. El submundo era un símbolo visible de lo contrario de la respetabilidad. Esta era una imagen con la que el resto de la comunidad se identificó.
El hampa era "una organización social con roles prescritos, una jerarquía establecida y algún control social sobre sus miembros" hasta el punto de que un contemporáneo, Vicente Espinel, la describía como una "cofradía", mientras que Cervantes contó su organización en Rinconete y Cortadillo.
La delincuencia sevillana solía resolver sus cuentas en los llamados "apedreaderos" que había en algunas puertas de la ciudad y en las murallas y barbacanas. Nos cuenta el Padre León todo un cronista de los bajos mundos, que en ellos se reunían "muchos hombres desalmados, delincuentes, inquietos, valientes, valentones, bravotines, espadachines y matadores y forajidos, gentes a quien no se atrevían las justicias que había en esta gran ciudad, así de la ordinaria, como la de la ciudad, y alcaldes de corte". Allí se enfrentaban las bandas rivales, con cuanto material bélico podían hacerse:
cuchillos, espadas, pinchos y, sobre todo, hondas con las que apedrearse. No pocos fueron los alguaciles que salieron descalabrados cuando intentaron detener a los contendientes.
El robo y el bandolerismo eran los delitos más perseguidos después del asesinato y los sospechosos de varios robos eran ejecutados, y Perry califica de "impresionantemente alto" el número de crímenes sexuales, los más numerosos por sodomía"-estos delitos eran denunciados más a menudo que las violaciones o el adulterio", según la historiadora-. Los violadores, que acababan en la horca, eran mejor tratados que los sodomitas, que terminaban en la hoguera, y "un hombre condenado por bestialismo fue quemado, mientras que el burro del que se sirvió fue ahorcado", según constata Perry. En el capítulo titulado La cárcel como negocio, la historiadora explica que la función de la cárcel era "contener a los delincuentes" mientras se les procesaba, de ahí que las autoridades "invertían fondos de la ciudad en sufragar el edificio y algunos funcionarios, pero no en el sustento de los inadaptados sociales". Cliente de esta institución fue también Mateo Alemán, que la siente e interpreta en el Guzmán de Alfarache, como "el paradero de los necios, escarmiento forzoso, arrepentimiento tardo, prueba de amigos, venganza de enemigos, república confusa, enfermedad breve, muerte larga, puerto de suspiros, valle de lágrimas, casa de locos, donde cada uno grita y trata de sola su locura".
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