viernes, 3 de julio de 2015

La Playa de María Trifulca


Foto ABC
La popular playa de “María Trifulca” fue por sí sola reflejo, un retrato fiel, de una época irrepetible, un esperpento, que entre los años 40-50, del siglo pasado, vivió su tiempo cumbre entre polémicas.

La playa de María Trifulca ocupaba unos doscientos metros en cada orilla, entre bancadas de arena, donde hoy descansan los pilares del puente del V Centenario. En la margen izquierda, de Norte a Sur, estaban las ventas de Concha y de Alonso, además del embarcadero que usaba éste último para sus barcas; cerca del citado pantalán se extendía una amplia explanada, mitad arena y mitad barro, que se utilizaba como playa; frente a esta zona y arriba de la orilla, junto a un denso bosque de eucaliptos, estaba la venta de “La Cigüeña”.

En la margen derecha, donde los bañistas disponían de una zona más amplia de playa, había dos embarcaderos, el de Mije y el de una empresa dedicada al desgüace de pequeños barcos. Ambos eran utilizados como trampolín por los jóvenes más osados. Cerca de la orilla, en lo alto del terraplén, había dos altísimos eucaliptos, que vistos desde lejos eran los símbolos de la playa de María Trifulca. Río abajo, muy cercano a la zona de playa, estaba el embarcadero de la fábrica de abonos. También en esta margen derecha hubo zonas boscosas de grandes eucaliptos.

Le dio nombre la tal María Trifulca, quizá dueña pendenciera de un chozo transmutado en ventorrillo. Allí, muchos sevillanos desde los años veinte hasta los cincuenta paliaron los efectos del tórrido verano de búcaro y abanico sin una brizna de aire. De los felices veinte, recorriendo los difíciles tiempos de la República y la Guerra Civil, pasó la playa que tuvo Sevilla a la posguerra, dejando su hinchada nómina de ahogados y sus visiones de bañadores púdicos y recolgones sobre la magra carne de los sevillanos del hambre, que, sin embargo, se zambullían en el cruce de las aguas del Guadaíra con la alegría y la esperanza de vivir, al menos el domingo, al minuto, con una tajada de sandía chorreante en la mano, entre deseos nuevos y lujurias viejas.

“María Trifulca” era un nombre polémico por doble motivo. Por los numerosos chiquillos y jóvenes que se ahogaban casi todos los domingo de verano, como un sacrificio humano estéril e inevitable ante el dios Guadalquivir, y por los escándalos morales que protagonizaban homosexuales y prostitutas en los ventorrillos de la zona.

Toda referencia a la playa estaba prohibida en el seno familiar. María Trifulca era el infierno de Sevilla, donde ningún joven decente podría poner los pies sin pecar gravemente, además de arriesgar su vida en las peligrosas aguas del río. Los curas párrocos advertían de que las mujeres decentes no podían ni ir de paseo a la playa del pecado. De manera que los muchachos pertenecientes a las clases media y obrera se cuidaban mucho de hablar de la playa de María Trifulca en sus hogares, pero sí lo hacían entre ellos en las plazuelas de los barrios, durante las noches veraniegas. Era entonces el tiempo de las confidencias, de presumir de valientes; de rascarse con la uña del dedo gordo en el antebrazo, para demostrar que había salitre, que era verdad que se habían bañado en el río...

Para los chiquillos, la playa de María Trifulca representaba el señuelo de lo prohibido, de lo inasequible por la lejanía y las severas advertencias familiares. Cuando ya cruzaban la edad juvenil y se arriesgaban a sumarse al grupo de los iniciados, la primera visita a la playa de María Trifulca representaba un hito en sus vidas, una experiencia inolvidable. Ya podían considerarse hombres... Estaban orgullosamente unidos a los muchachos mayores del barrio, por el secreto compartido.

Desgraciadamente, el río se cobraba vidas infantiles con frecuencia. Entonces, los amigos del ahogado volvían, llorosos y cabizbajos, trayéndose la ropa abandonada como único testimonio del drama dominical. Nada más aparecer el grupo juvenil por la bocacalle del barrio y ver la gente su tristeza, saltaba la noticia trágica por todos los patios de vecindad. Desde los balcones surgían gritos de madres desesperadas, que preguntaban por el nombre del ahogado... Los muchachos, anonadados por el dolor y la emoción, apenas si pronunciaban el nombre de la víctima. Cuando se paraban delante de la puerta de un corral, todos los chiquillos del barrio y las madres corrían hasta el lugar. Allí estaba la mala noticia.  Entonces comenzaba un nuevo drama.

Una noche de verano de finales de los años cuarenta, se ahogó Juanito, uno de los hijos del torero Manuel Jiménez “Chicuelo”. Era el más travieso, el más simpático, el que más amigos tenía en la Alameda. El maestro, ducho en burlar la muerte, hombre de los pies a la cabeza, lloraba silenciosamente su pena en la puerta del chalet. En su mano derecha tenía un envoltorio de ropa atado con un cinturón... Los amigos de Juanito que trajeron la mala noticia, miraban con tristeza al torero, sin atreverse a hablar. Era una noche agosteña de luna radiante, que lo iluminaba todo. De pronto, el silencio fue roto por unos gritos de dolor que cruzaron la Alameda como un estilete. Dora la Cordobesita acababa de conocer la muerte de su hijo Juanito.

Ni el Conde de Halcón ni Rojas-Marcos pudieron repetir la esencia de una playa artificial que hoy, en la distancia, podría parecer la sublimación de la miseria.

Documentación Sevilla en la posguerra de Nicolás Salas. Guadalturia ediciones 

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