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La popular playa de “María Trifulca” fue
por sí sola reflejo, un retrato fiel, de una época irrepetible, un esperpento,
que entre los años 40-50, del siglo pasado, vivió su tiempo cumbre entre
polémicas.
La playa de María Trifulca ocupaba unos
doscientos metros en cada orilla, entre bancadas de arena, donde hoy descansan
los pilares del puente del V Centenario. En la margen izquierda, de Norte a
Sur, estaban las ventas de Concha y de Alonso, además del embarcadero que usaba
éste último para sus barcas; cerca del citado pantalán se extendía una amplia
explanada, mitad arena y mitad barro, que se utilizaba como playa; frente a
esta zona y arriba de la orilla, junto a un denso bosque de eucaliptos, estaba
la venta de “La Cigüeña”.
En la margen derecha, donde los bañistas
disponían de una zona más amplia de playa, había dos embarcaderos, el de Mije y
el de una empresa dedicada al desgüace de pequeños barcos. Ambos eran
utilizados como trampolín por los jóvenes más osados. Cerca de la orilla, en lo
alto del terraplén, había dos altísimos eucaliptos, que vistos desde lejos eran
los símbolos de la playa de María Trifulca. Río abajo, muy cercano a la zona de
playa, estaba el embarcadero de la fábrica de abonos. También en esta margen
derecha hubo zonas boscosas de grandes eucaliptos.
Le dio nombre la tal María Trifulca,
quizá dueña pendenciera de un chozo transmutado en ventorrillo. Allí, muchos
sevillanos desde los años veinte hasta los cincuenta paliaron los efectos del
tórrido verano de búcaro y abanico sin una brizna de aire. De los felices
veinte, recorriendo los difíciles tiempos de la República y la Guerra Civil,
pasó la playa que tuvo Sevilla a la posguerra, dejando su hinchada nómina de
ahogados y sus visiones de bañadores púdicos y recolgones sobre la magra carne
de los sevillanos del hambre, que, sin embargo, se zambullían en el cruce de
las aguas del Guadaíra con la alegría y la esperanza de vivir, al menos el
domingo, al minuto, con una tajada de sandía chorreante en la mano, entre
deseos nuevos y lujurias viejas.
“María Trifulca” era un nombre polémico
por doble motivo. Por los numerosos chiquillos y jóvenes que se ahogaban casi
todos los domingo de verano, como un sacrificio humano estéril e inevitable
ante el dios Guadalquivir, y por los escándalos morales que protagonizaban
homosexuales y prostitutas en los ventorrillos de la zona.
Toda referencia a la playa estaba
prohibida en el seno familiar. María Trifulca era el infierno de Sevilla, donde
ningún joven decente podría poner los pies sin pecar gravemente, además de
arriesgar su vida en las peligrosas aguas del río. Los curas párrocos advertían
de que las mujeres decentes no podían ni ir de paseo a la playa del pecado. De
manera que los muchachos pertenecientes a las clases media y obrera se cuidaban
mucho de hablar de la playa de María Trifulca en sus hogares, pero sí lo hacían
entre ellos en las plazuelas de los barrios, durante las noches veraniegas. Era
entonces el tiempo de las confidencias, de presumir de valientes; de rascarse
con la uña del dedo gordo en el antebrazo, para demostrar que había salitre,
que era verdad que se habían bañado en el río...
Para los chiquillos, la playa de María
Trifulca representaba el señuelo de lo prohibido, de lo inasequible por la
lejanía y las severas advertencias familiares. Cuando ya cruzaban la edad
juvenil y se arriesgaban a sumarse al grupo de los iniciados, la primera visita
a la playa de María Trifulca representaba un hito en sus vidas, una experiencia
inolvidable. Ya podían considerarse hombres... Estaban orgullosamente unidos a
los muchachos mayores del barrio, por el secreto compartido.
Desgraciadamente, el río se cobraba vidas
infantiles con frecuencia. Entonces,
los amigos del ahogado volvían, llorosos y cabizbajos, trayéndose la ropa
abandonada como único testimonio del drama dominical. Nada más aparecer el
grupo juvenil por la bocacalle del barrio y ver la gente su tristeza, saltaba
la noticia trágica por todos los patios de vecindad. Desde los balcones surgían
gritos de madres desesperadas, que preguntaban por el nombre del ahogado... Los
muchachos, anonadados por el dolor y la emoción, apenas si pronunciaban el
nombre de la víctima. Cuando se paraban delante de la puerta de un corral, todos
los chiquillos del barrio y las madres corrían hasta el lugar. Allí estaba la
mala noticia. Entonces comenzaba un
nuevo drama.
Una noche de verano de finales de los
años cuarenta, se ahogó Juanito, uno de los hijos del torero Manuel Jiménez
“Chicuelo”. Era el más travieso, el más simpático, el que más amigos tenía en
la Alameda. El maestro, ducho en burlar la muerte, hombre de los pies a la
cabeza, lloraba silenciosamente su pena en la puerta del chalet. En su mano
derecha tenía un envoltorio de ropa atado con un cinturón... Los amigos de
Juanito que trajeron la mala noticia, miraban con tristeza al torero, sin
atreverse a hablar. Era una noche agosteña de luna radiante, que lo iluminaba
todo. De pronto, el silencio fue roto por unos gritos de dolor que cruzaron la
Alameda como un estilete. Dora la Cordobesita acababa de conocer la muerte de
su hijo Juanito.
Documentación Sevilla en la posguerra de Nicolás Salas. Guadalturia ediciones
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